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Ramón Ayala, El Rey del Acordeón

Ramón Ayala no parece alguien legendario, y mucho menos uno de los máximos ganadores de Grammys en Estados Unidos. O el dueño de un récord Guinness difícil de superar: 50 estaciones de radio enlazadas para tocar su música por 72 horas ininterrumpidas. Es uno de los pocos músicos norteños cuya reputación jamás ha sido cuestionada: ni siquiera canta “narcocorridos”. En esta entrevista cuenta su historia con Los Relámpagos y Los Bravos del Norte.

Por Ignacio Alvarado Álvarez

NO FUE LA PRIMERA VEZ QUE DESVIÓ EL CAMINO para llegar a las puertas de la misma cantina. Llevaba horas sintiendo cosquillas en las manos y algo por dentro le restaba serenidad. 

Desde que despertó esa mañana, supo que la condición de sus noches debería cambiar. Los sueños se imponían a la realidad y lo situaban en la disyuntiva de tomarlos o seguir en la afanosa tarea de bolear en las calles.

Cuando guardó en el cajón los cepillos y la estopa y ensambló el pequeño banquito de madera sobre el asa, sabía muy bien a dónde iría. 

Llegó más rápido que de costumbre. Caminó deprisa sin advertirlo, pero se detuvo de golpe cuando faltaban unos metros para llegar al Cadillac. La cantina exudaba el humor de los borrachos de la tarde y los sudorosos efluvios de los músicos arropados con chalecos de cuero. 

Se aproximó sigiloso, pendiente del sonido de las fichas de dominó talladas en las mesas y las bolas de billar chocando entre sí. Avanzó hacia donde se escuchaba el aire comprimido de dos acordeones y el rasgueo flojo del contrabajo que envolvían la voz del cantante, a quien conocía perfectamente su tesitura, pero no su rostro. 

Tenía los nervios crispados. Traspasar la puerta de la cantina suponía una aventura para un muchacho de 14 años. 

Empuñaba el cajón como una forma de sostenerse del mundo exterior ahora que penetraba la oscuridad dominada por aquella marabunta. 

El miedo duró muy poco: la mezcla de sonidos que desataban las imágenes más escabrosas en realidad era el episodio más atractivo de sus sueños. 

Una congregación de músicos disponía del lugar a la espera de la noche, cuando el folclor de sus atuendos tomaba sentido en los rincones del barrio de la Central. 

Descubrió rostros de todas las edades, pero fue sorprendido por la apariencia adolescente del cantante que lo entusiasmaba. Nadie advirtió su presencia hasta que habló, animado por la juventud del líder del único conjunto que ensayaba sobre la pista.

–Préstame el acordeón, nomás toco una pieza y ya –le pidió a uno de los acordeonistas, con voz suave pero segura. –Ándale, nomás un ratito.

–¡N’ombre, hazte p’allá huerco, qué vas a saber tocar ni que nada! –le dijo el músico.

–Deberías dejarlo –terció el cantante, asombrado por la seguridad del bolero.  –Quien quita y sabe.

Era cosa de ejecutar y ya. El muchacho traía la pieza completa en la cabeza desde días antes. Así que tomó el acordeón, lo ajustó al cuerpo y no hubo nadie que lo hiciera sentir jamás como un fantasma. 

La polka le salió perfecta y sustrajo el talento reservado por meses, hasta que llegó ese día en que no encontró una manera distinta para sacar la música que llevaba por dentro.


II

En el Salón Monterrey apenas se respiraba. Los fumadores hacían más denso el aire caliente y la música de la rocola aturdía los sentidos más que animarlos.  

Ramón Ayala salió en busca del fresco sin muchas esperanzas: en el verano de Reynosa hasta los días lluviosos sofocan. 

Al menos no habría humo, pensó. Tomó la banqueta como asiento y se quitó el sombrero para que no se volara con el viento que comenzaba a soltarse. 

Llevaba meses tocando con Cornelio Reyna en el mismo circuito donde se conocieron. 

Cornelio, cinco años mayor que Ramón, había grabado un disco con su anterior acordeonista, con quien fundó el dueto Carta Blanca. Las estaciones de radio tocaron algunos de sus temas, pero aún así el éxito no llegaba. 

En 1958 la música norteña estaba confinada a las cantinas. Era repertorio para borrachos, interpretado por unos cuantos conjuntos legendarios. Todos querían ser como ellos, pero les hacía falta autenticidad. 

Ramón y Cornelio habían hecho lo suficiente para ser reconocidos a pesar de su juventud, pero eran como un par de huérfanos sin nombre. 

Cornelio se encargaba de todo allá adentro. Era el más habituado al ambiente de las cantinas. 

Afuera, la arena comenzaba a lacerar la piel por la fuerza del viento. Era el anuncio inequívoco de una tormenta, pero Ramón seguía sentado, sin perturbarse. Tenía los ojos puestos en el cielo iluminado frecuentemente por los relámpagos. 

Eso lo relajaba: el aire que removía con furia sus cabellos y las primeras gotas de lluvia que caían desde el cielo estruendoso. Le emocionaba la amenaza de la fuerza contenida.

Quizás un golpe de inspiración lo haya hecho levantarse y correr hasta encontrar a Conerlio en medio de la multitud que aguardaba por su música.

–¡Ya lo tengo, Cornelio. Ya tengo el nombre! –le dijo todavía agitado por la carrera. –Nos llamaremos Los Relámpagos del Norte.

–No, pues, me gusta. Me gusta cómo suena –dijo Cornelio, asintiendo con la cabeza.

Fue tras esa noche de tormenta que comenzaron a seguir de cerca los pasos de sus héroes, Los Alegres de Terán


III

En casa de Ramón se habla inglés. En ocasiones se mezcla algo de español, o mejor dicho, Ramón y su esposa son quienes se comunican en su lengua madre.  

Es de las pocas cosas de origen mexicano que prevalecen en la casa. Lo demás es de oriente, chino para ser precisos: hay más budas en la vitrina de color verde empotrada en la pared del recibidor que en todo Hidalgo, el pequeño pueblo de Texas que hace frontera con Reynosa, donde reside desde que comenzó a ganar dinero en los bailes.

“Son de mi vieja”, dice despreocupado. “Y si vieras en Navidad cómo decora la sala con un montón de santocloses: como 200 han de ser”.

Es una casa mediana, situada sobre la avenida principal del pueblo. La única forma de saber que en ella vive un músico famoso es por los camiones en donde viajan Los Bravos del Norte y por el Jaguar blanco, de rines cromados y llantas anchas estacionado frente a la entrada principal. 

Adentro se impone el gusto de la mujer, que mandó comprar un juego de tres sillones con tapiz floreado, unas mesas negras con base de cristal oscuro, candelabros de circonia, dragones, gatos, faisanes y plantas sintéticos, dispuestos sobre una alfombra rosa. 

Ramón es un personaje sencillo, que contrasta dentro del mundo que ha creado su esposa. 

No parece alguien legendario, y mucho menos uno de los máximos ganadores de Grammys o el dueño de un récord Guinness difícil de superar: 50 estaciones de radio enlazadas para tocar su música por 72 horas ininterrumpidas. 

“Esas son cosas del esfuerzo”, dice como si todo fuera lógico. “Finalmente llevo 40 años en este negocio, así que todo llega cuando hay esfuerzo”.

Es un hombre querido y agradecido por ello. Cada diciembre organiza una posada con estrellas del mundo grupero, y reparte regalos a los niños sin importar su estrato social. Su calle se convierte en escenario de una fiesta mayúscula, que televisan las estaciones de todo el valle. 

Ramón es uno de los pocos músicos norteños cuya reputación jamás ha sido cuestionada. 

Los diez años que navegó junto con Cornelio en Los Relámpagos del Norte le dieron suficiente capital para no sucumbir a las tentaciones del género: salvo dos grabaciones de corridos de narcos, a principios de los 70, evitó cantarle a los criminales. Y sólo hasta finales de los 80 contaminó su música al mezclar algo de cumbia y tecno a sus melodías. 

“Soy de la idea de que no puedo transmitirle a mi familia, con mi trabajo, un corrido que hable de drogas. Tampoco a mi público, que me conoce como un intérprete de canciones sanas, que pueden o no tener su mensaje, pero no un mensaje negativo”.

Ramón aprendió lecciones desde los primeros años de su carrera, y con Los Relámpagos del Norte conoció los límites de la panciencia. 

Vivir por las noches les mantenía cerca de las tentaciones, y en más de una ocasión sucumbieron a ellas. El alcohol fue la peor, la madre de todas las irresponsabilidades.

“Eso pasó con el finadito Cornelio Reyna. En los últimos años se iba solo, en su carro, y a veces no llegaba a trabajar”.

En su etapa final, el dueto subsistió por Ramón. Muchas veces tuvo que apelar a su ingenio para salvarse de una demanda. Con auditorios llenos de impaciencia por la demora del concierto, Ramón tomaba la decisión de salir sin Cornelio, y simulaba concursos para descubrir, entre el público, algún cantante eventual que lo suplantara.

El sino de la música norteña es ése. Eliseo Robles llegó a Los Bravos del Norte, el conjunto formado después de disolverse la sociedad con Cornelio, y fue un pilar sobre el cual Ramón descansó parte dela responsabilidad artística. 

Pero durante 14 años Eliseo se mantuvo al borde del alcoholismo, hasta que se venció. Después siguió Antonio Coronado, y en cinco años cambió los micrófonos por las botellas. Ninguno aguantó el tren.

Ramón y sus Bravos del Norte tienen una agenda envidiable, aunque brutal: cuatro conciertos por semana, y además acuden a platicas en escuelas públicas para hablar sobre los riesgos del alcohol y las drogas. Se trata de una obligación en el contrato de la banda. El éxito, por eso, para muchos de los miembros no siempre fue bienvenido. 

“Primeramente hay que ser responsables con el trabajo. Tenemos la obligación de una buena presentación, y hasta para eso hay que llegar con la indumentaria correcta: todos vamos de un mismo color, por ejemplo. 

“Y cuando dejas de actuar, la disciplina no se relaja: hay que estar muy unidos, nada que cada quien se va por su lado, todos tenemos que andar juntos, porque compartimos la misma responsabilidad”.

IV

Se veía más chaparro que los niños de su edad. El acordeón era enorme para sus brazos de cinco años, pero el instrumento le gustaba. Quería tocarlo como Eugenio Ábrego de Los Alegres de Terán, y no como su padre, quien le enseñó los primeros acordes.

Ramón cerraba los ojos y se veía vestido con otras ropas, de bigote y patillas. Soñaba como grande, no como alguien que toca las mañanitas a su madre o en los festivales de la escuela. 

Se pasaba el día con la radio encendida y el acordeón colgado al pecho. El locutor era su cómplice: le ponía La Viuda con Dinero, Alma Enamorada y todas las piezas que convertían a Eugenio en el ídolo de sus adoraciones.

Muy pronto se volvió insoportable en su casa, y él mismo sintió que las paredes aprisionaban su talento. Entonces salió a las calles de su colonia Buenos Aires, y los vecinos del centro de Monterrey alimentaron sus esperanzas.

“Fíjate una cosa: cuando ya te viene el don, porque en realidad creo que Dios te da el don, todo resulta muy sencillo”.

Tenía su gracia como niño acordeonista, y los conocidos le daban 20, 30 y hasta 50 centavos.

Las calles del vecindario le parecieron luego como las paredes de su casa, y buscó nuevos espacios en los camiones urbanos. Su papá había decidido que estaba listo para ser la pieza clave en Los Pavorreales, y con ellos Ramón recorrió la ciudad tocando para los pasajeros en una primera gira al cumplir los 10 años.

V

El concierto de esa noche tenía con las caras sonrientes a todo el equipo de Los Bravos del Norte: tres horas de música no bastaron para saciar al público de Houston, en donde abrieron la gira de 1971.

Detrás del escenario, decenas de fanáticos querían acercarse a Ramón Ayala. Alguien gritó desde el fondo.

–¡Ramón, Ramón!

Era un grito familiar, como de cuates. Eso creyó Ramón, porque decidió detenerse y esperar a que el hombre se abriera espacio entre la bola.

–Ramón, qué bueno que te paraste, hombre –le dijo un muchacho de cabello largo, a quien intentaba reconocer. –Quihúbole, soy tu paisano, de allá de Matamoros.

–No, pues bien –respondió Ramón, desconcertado.

–N’ombre, que bueno que te vi, fíjate que yo quisiera ser como tú. Oye, ¿qué se siente ser famoso?

–No, pues nada. Bonito.

–Mira Ramón, yo soy tu fan, pero también compongo canciones. Nada más quiero que escuches una y me digas si la hago y, pues si te gusta, quien quita y hasta la grabas.

–No, pues sí, quien quita y sí. Pues mándamela… ¡a ver, apunten la dirección al paisano!

Del encuentro Ramón volvió a acordarse en 1972, cuando volvió a Houston para dar otro concierto, y el mismo tipo lo buscó antes de que comenzaran a tocar.

–¡Ramón! –se acercó a gritos. –Qué bueno que nos vemos de nuevo, hombre. No, pues te quedé mal, pero pues ya grabé la canción que te había dicho.

–N’ombre, no te apures, todo está bien.

Había una familiaridad anticipada. Pero eso lo supo Ramón dos años después, cuando le tocó compartir el escenario con Rigo Tovar, que puso a bailar a medio México con su “Matamoros Querido”, la canción que le ofreció a Los Bravos del Norte.

VI

Las cosas andaban mal. Ramón y Cornelio vagaban por el Puente Internacional en busca de clientes. Iban cansados de cargar el tololoche y el acordeón, y hambrientos porque no salía para comer. 

Ya se habían rendido cuando se detuvo frente a ellos una camioneta Falcon. Llegó la cruz, pensaron.

–¡Hey, muchachos, vengan acá! –les ordenó el tipo de la camioneta.

–Ah, mira, ya nos cayó chambita, Ramón –dijo Cornelio antes de correr.

–Oigan, ¿les gustaría grabar un disco?

–Esteee… No, pues sí, sí nos gustaría –dijo Cornelio, incrédulo.

–Pues órale, ya está –dijo el tipo extendiendo la mano. –Mucho gusto, soy Paulino Bernal.

–¡En la madre! ¿Usted es el que toca el acordeón con el Conjunto Bernal? –preguntó Ramón.

–Sí, yo soy. Bueno, los espero mañana en la oficina, ahí en McAllen. ¿Tienen tarjeta para cruzar?

–Sí, claro, sí tenemos.

–Bueno, pues tengan un dólar, para que paguen el camión.

Con Paulino trabajaron dos años. Eran la gallina de los huevos de oro para el músico y productor independiente: cada semana se embolsaba 80 mil dólares, y al dueto les daba un salario de 125.

No era justo, le dijeron a Paulino, pero no les hizo caso. Otra vez la suerte definiría las cosas.

El gerente de un banco en Reynosa, un joven llamado Servando Cano, los buscó para contratarlos. Debían que amenizar una fiesta en honor a unos gringos. Unas semanas más tarde el contratado fue él: Ramón y Cornelio lo sacaron del banco para que se convirtiera en su manager.

Lo primero que hizo Servando fue poner las cosas en orden. Disolvió el contrato con Paulino y luego los promovió por California y Texas. Juntos los tres, cambiaron al mundo.

–Muchachos, estoy pensando cobrar las entradas a los bailes, ¿qué les parece? –preguntó Servando al dueto.

–Pues, no sé. ¿Tú cómo ves Ramón?

–No, pues yo diría que sí.

En menos de cinco minutos Ramón, Cornelio y Servando decidieron sacar la música norteña de las cantinas. Cambiaron el distintivo de los bailes por boletos de entrada. Eran los nuevos amos de la música popular.

“Nosotros comenzamos a cobrar lo que realmente se le debe pagar a un grupo. Ahí comenzó nuestra carrera, y la de todos los que venían detrás. Hoy la música norteña tiene su valor”, sentencia Ramón, tras una carrera de 40 años y un centenar de discos después de aquella primera grabación que les ofreció Paulino Bernal.

El camino trazado por Ramón Ayala, con Los Relámpagos primero y con Los Bravos del Norte más tarde, ha sido la brecha que cientos de intérpretes han seguido para beneficiarse. Es la ruta del Rey del Acordeón.

(Miércoles 30 de junio de 2004).

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