lunes , 18 marzo 2024
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Pablo Acosta Villarreal: morir en tres actos

Pablo Acosta Villarreal es una leyenda en el mundo del tráfico de drogas. Fue uno de los cinco padrinos más poderosos de México, dueño de la ruta de Ojinaga en la década de 1980, y maestro de grandes capos como Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los Cielos. En esta investigación, se reconstruyen por primera vez los hechos en torno a su muerte: no fue victimado por Guillermo González Calderoni como se dijo por años. La verdad es distinta. El periodista Alejandro Gutiérrez cuenta el episodio en el que perdió la vida hace 25 años

Por Alejandro Gutiérrez

El hombre de piel tostada, con las venas del cuello y la frente saltadas por la excitación, se mantuvo atrincherado en la vivienda de adobe durante horas. Decidió no salir a pesar que el techo de madera y una puerta de la casa se incendiaban. Empuñaba una pistola calibre .38, que presionaba contra su sien derecha, con el índice listo en el gatillo. En el piso irregular yacían cientos de proyectiles percutidos y el ambiente estaba penetrado por un fuerte olor a pólvora.

Alrededor de la casa que tenía forma de U, había unos veinte policías apostados estratégicamente, que empuñaban sus AK-47 o sus R-15 y se mantenían vigilantes. Todos habían accionado sus armas. A la cabeza de esa operación policiaca iba el comandante Guillermo González Calderoni, quien tenía fama por haber capturado a algunos de los más afamados narcotraficantes mexicanos.

“Ríndete Pablo, no tienes escapatoria, estás rodeado”, gritaba el polizón a través de un altavoz.

Pero no había retorno. El hombre de rostro sudoroso ya había decidido, desde días antes, que iba a morir en esa pequeña, inhóspita, villa fronteriza llamada Santa Elena, cuyas calles carecen de nombre y de pavimento. El pueblo, reposa en medio del desierto, en el municipio de Manuel Benavides, Chihuahua, y en las márgenes del Río Bravo.

Ese hombre era Pablo Acosta, a quien sus allegados llamaban “El Zorro del desierto”, por su vida venturosa, jocosa y llena de peligros. Entonces era un cincuentón de rostro adusto, bigote negro y poblado, piel ajada y tostada por efecto del clima extremo de la región desértica.

Este ex campesino y benefactor, venerado y odiado, fue uno de los cinco padrinos del narco en el país, dueño de la ruta de Ojinaga en los 80, una pequeña ciudad fronteriza y desértica, que es cabecera del municipio que lleva el mismo nombre—colindante con Manuel Benavides—y que ha sido una plaza que acumula historias excitantes en el mundo del narcotráfico mexicano.

Tenía capacidad para movilizar hasta cinco toneladas de drogas al mes a través de la frontera con Estados Unidos, en especial por la zona del Gran Recodo, en la colindancia de Chihuahua-Coahuila y Texas, según estimaban las autoridades. Fue amigo de jefes policiacos y militares de la época, quienes asistían a sus frecuentes fiestas.

Su dominio y resultados en el negocio, obligó a los colombianos a voltear a Ojinaga, la sede indiscutible de su organización. Su viejo socio fue el colombiano Carlos Ledher, uno de los más importantes jefes del cartel de Medellín.

De alguna forma, Pablo Acosta también fue uno de los precursores del añejo y lozano Cartel de Juárez. Al lado de Ernesto Don Neto Fonseca y el viejo Jaime Herrera, Acosta fue uno de los hombres que formó a Amado Carrillo Fuentes, a la postre el famoso Señor de los Cielos, capo conocido en casi todo el continente americano.

Algunas personas en Ojinaga recuerdan cuando los tres hermanos Carrillo, Amado, Vicente—hoy uno de los jefes del cartel de Juárez—y Cipriano (fallecido) llegaron en los primeros años de los 80 a Ojinaga, en una troca modelo 76, y como los recibió Pablo, ya que venían recomendados por su tío don Neto Fonseca.

Otros relatan el desparpajo y la impunidad con que Pablo y Amado ordenaron a una treintena de sus hombres vestirse de militares para apoderarse de una droga de una facción rival, a la que las autoridades le habían asegurado un rancho sembrado con mariguana. Por supuesto que la acción llevaba el visto bueno del oficial que estaba a cargo de ese aseguramiento.

Pero el estratega no estuvo exento de cometer errores. Se convirtió en víctima de sus propios excesos. El abuso de las drogas y el alcohol cobraron sus saldos. “Don Pablo se la pasaba tomando y fumando bacerola (combinación de mariguana y cocaína en “piedra” que raspaban y la usaban en un cigarro)”, recuerda un vecino de Acosta. Pero quizá el peor error, opina un viejo compadre de Acosta, fue haber ofrecido entrevistas al periodista Terrence Popa—autor del libro El Zar de la Droga, sobre la vida del capo—. “Este es un negocio donde el silencio es el seguro de vida”, explica.

ESTE OPERATIVO ERA PARTE DE LAS OBRAS COMPLETAS de Calderoni, que se inscriben en los anales del mundo del narcotráfico. Era el desenlace, luego de meses de perseguir a Acosta, de desplegar la labor de inteligencia e investigación y de intentos fallidos por capturar al resbaladizo capo. Era el 24 de abril de 1987

Los tres helicópteros salieron de El Paso, Texas. Personal de la PGR en unos y del FBI en otros, todos iban coordinados con el mismo propósito, una acción sorpresiva que arrojara resultados positivos a la orden que, tres meses antes, había llegado de México: Detener a Pablo Acosta. En el atardecer se levantó el telón y la acción, pero fue tal la resistencia del narcotraficante, que a los policías les llegó ya entrada la noche, en un pueblo dominado por el mafioso.

La virtud de una operación de este nivel era la sorpresa. Difícil de atrapar, Acosta mantenía desplegada una discreta pero eficiente red de informantes en los ejidos del desierto entre Ojinaga y Manuel Benavides, que le permitía saber, con mucha anticipación, cualquier acción policiaca o militar.

En Santa Elena la tarde era como cualquier otra, adormilada por el sofocante calor del desierto. El sol no daba tregua. Había poca actividad en el pueblo. Las mujeres en las casas y los hombres, cuando menos la mayoría, en el campo.

Los lancheros que cruzan a los pobladores a través del Río Bravo desde Santa Elena al otro lado, en el parque nacional de Big Bend, Texas, descansaban a la orilla del río. Uno de ellos trasladó a dos mujeres a suelo mexicano. Eran esperadas por hombres de Pablo Acosta. El costo por “la pasada” era de 1 dólar.

En la casa del capo, sus hombres preparaban el carbón para asar carne. Tomaban cerveza y alcohol, casi como todos los días. Las armas siempre listas, a un lado.

Don José García veía todo el movimiento porque no solo era vecino de Acosta, sino que vivía en la casa de enfrente. El hombre de 55 años preparaba su camioneta para viajar rumbo al ejido Providencia, cuando vio que llegaban las dos mujeres a visitar a Pablo. Y, una hora y media después, cuando el hombre regresaba en su vehículo, vio cuando las damas se retiraban y eran acompañadas por el mismo Pablo Acosta, hasta la orilla del Bravo, distante unos 250 metros de su casa.

Unos minutos después, Pablo regresaba a su casa luego de dejar a las mujeres. Casi cuando estaba al frente de la casa, el estruendoso zumbido de las hélices de los helicópteros lo llenaba todo. Todos provenían del lado gringo, aunque uno de las aeronaves no traspasó al lado mexicano, hizo una guardia para que nadie huyera al lado americano.

Los otros dos helicópteros sobrevolaban a ras de los techos de teja del pueblo. Uno se posicionó para descender y los policías armados brincaban del mismo, aún a un metro o metro y medio de un sembradío. La otra aeronave sobrevolaba y buscaba francotiradores. De inmediato se escucharon las primeras detonaciones de las poderosas armas de ambos bandos.

Los vecinos corrieron a ponerse a salvo. “El corazón se me salía, le juro que me asusté muchísimo. Me parecía que los helicópteros iban a arrasar el techo de las casas, y luego hubo varios estruendos de armas. Entonces, el olor a pólvora empezó a invadir todo el ambiente”, dice Josefina, quien no da su apellido, pero vive a unos pasos de las ruinas de la casa de Acosta. La mujer de 50 años, es uno de los varios vecinos que acceden a ofrecer su testimonio.

Don José recuerda que se metió a su casa en cuanto irrumpieron los helicópteros, pero alcanzó a ver como todos los hombres de Acosta corrían para tomar alguna posición y atrincherarse, y se percató que Pablo Acosta les hacía señas y corría a su casa, para recoger sus armas.

El tiroteo era nutrido. El olor a pólvora quemada llegaba a la mayoría de las casas del pueblo, particularmente las que se encuentran en la calle principal, donde aún permanecen los montones de adobe que formaban alguna de las paredes de la trinchera del capo.

En ese momento los pobladores no recordaban cosas extrañas que habían sucedido los días previos. Con el reposo del tiempo, ahora concluyen que los radios transmisores empezaron a fallar y que, en la víspera, un avión sin luces estuvo sobrevolando Santa Elena. Quizá todo eso era parte del operativo, hoy concluyen.

El intermitente tableteo de las armas de alto poder no cesaba. “Nosotros nos tiramos al piso dentro de la casa”, dice otra mujer rechoncha y canosa. “Nosotros nos asomábamos discretamente desde una ventana de la casa, pero un policía con un cuerno de chivo, se acercó para gritarnos, que nos metiéramos, que nos iban a dar”, dice un hombre de 40 años, que dice llamarse Manuel Díaz.

“Daba la impresión que los policías estuvieran en todo el pueblo, porque se escuchaban disparos por todos lados, en tierra y desde los helicópteros”, recuerda don José García.

“Ríndete Pablo. Ya no hay escapatoria”, insistía Calderón –ejecutado 18 años después, en febrero del 2003, en McAllen, Texas—.

Acosta y dos de sus gatilleros habían resistido durante casi dos horas dentro de la casa, al igual que otros de sus pistoleros.

Con la adrenalina a tope, sin retirar el arma de su cabeza, Acosta dirigió su mirada hacia el lugar donde venían las advertencias y gritó: “¡Chinga a tu madre, Calderoni!; de aquí no me llevas vivo. Tendrás que venir por mí cabrón!”

Después Pablo jaló el gatillo.

UN DÍA ANTES DE SU MUERTE, Pablo Acosta estaba sentado en una paca de pastura fuera de su casa, bebía una cerveza mientras sus guardias armados le preparaban un cigarro de bacerola. “Yo venía de juntar mis vacas que andaban desperdigadas, y don Pablo me llamó” —recuerda don José García.

—Venga para acá, salúdeme y siéntese aquí conmigo, hombre, vamos a platicar —le invitaba Acosta.

“A pesar de su amabilidad, siempre sí da temor hablar con un narco de ese peso, y el ambiente a su alrededor es denso”, recuerda. “Sus pistoleros eran jóvenes muy impetuosos, todos con armas muy potentes, vestidos de botas y sombrero”.

—Sálgase de aquí don Pablo —le sugirió don José.

—No, me voy a quedar en esta casita, porque aquí es donde me voy a morir, pero lo voy a pensar –respondía amable Acosta con su voz grave y raposa.

De mezclilla, botas y camisa a cuadros desfajada, Pablo le confesó a su vecino que le gustaba mucho ir a las inmediaciones del Rancho de Enmedio, en el sitio donde se encuentra la Piedra Grande, en la parte superior del llamado Cerro Chino, porque el padre del capo, Cornelio Acosta, acostumbraba acostarse en la piedra para admirar las estrellas durante largas noches. El capo hacía lo mismo, acompañado de sus hombres, con quienes se emborrachaba y drogaba, al amparo del cielo del desierto.

* Alejandro Gutiérrez es periodista. Escribe para la revista Proceso y se ha dedicado a abordar temas relacionados con la frontera y la seguridad nacional. Es autor del libro Narcotráfico: el gran desafío de Calderón (Planeta, 2007).

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Un comentario

  1. Su muerte abordaba su caracter, era obvio que no se dejaria agarrar de Calderoni, su condena hubiera sido peor.

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