jueves , 28 marzo 2024
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La odisea de Periodistas de a Pie

Premio Julio Anguita

El Sindicato de Periodistas de Andalucía otorgó a Periodistas de a Pie el Premio Internacional de Periodismo Julio Anguita Parrado por realizar su trabajo “en circunstancias heroicas” y por su defensa de los derechos humanos y la libertad de información. El siguiente es el discurso que pronunció la periodista Elia Baltazar al recibir el premio a nombre del colectivo, el 7 de abril durante una ceremonia realizada en Córdoba, España. El galardón se otorga en homenaje a Julio Anguita, quien murió en 2003 cuando cubría la guerra en Irak.

Por Elia Baltazar

A nombre de Periodistas de a Pie, quiero dedicar este premio a la memoria del colega que no conocimos y por quien estamos aquí: Julio Anguita Parrado. También a las y los periodistas de Andalucía, de Córdoba particularmente, por su generosidad al compartir este premio con periodistas de todo el mundo, como un homenaje a la memoria de un compañero y un amigo. Y muy especialmente lo dedicamos también a todas y todos los periodistas mexicanos que han resistido la violencia, la corrupción y la censura, en condiciones laborales muy desventajosas, para convertir el miedo en convicción y compromiso.

Seguramente muchos de ustedes saben que en México, como en muchas partes del mundo, no soplan vientos favorables para el periodismo y los periodistas. Esto significa que tampoco hay buen clima para las libertades ciudadanas ni para la democracia. Nuestros países saben que allí donde el periodismo languidece, donde matan o desaparecen periodistas, se robustecen el abuso, la corrupción y la impunidad, a costa de libertades, derechos, garantías y bienestar de los ciudadanos.

Periodismo y democracia van de la mano. Pero la democracia, confundida sólo con alternancia o cambio de gobierno, no es garantía para una prensa libre. En México, por ejemplo, comenzamos a contar periodistas muertos y desaparecidos el mismo año que por primera vez hubo alternancia en el poder, luego de 70 años de gobierno de un mismo partido: el PRI. Desde aquel año 2000 a la fecha, se cuentan entre 82 y 102 periodistas asesinados, y entre 17 y 22 los desaparecidos. Todo, según la fuente. Cabe destacar que el número más abultado proviene precisamente del gobierno.

El hecho es que a partir de aquel año 2000, las agresiones y amenazas contra reporteros, fotorreporteros y medios escalaron, y hoy se cuentan por cientos. Hemos tenido episodios de película, en los que hombres armados entran a redacciones, disparan sus armas, revientan granadas, metrallan fachadas, incendian escritorios, golpean a reporteras, secuestran a directores o negocian la vida de reporteros con sus medios.

Entre 2000 y 2006 no pudimos ver lo que pasaba y tampoco adivinar lo que venía. En aquellos años, cada vez que mataban un periodista, el resto de la prensa callaba. La noticia, si acaso, merecía una breve nota en interiores, discreta. O de plano ni se publicaba. Para los medios, sus periodistas no eran noticia. No merecían ser noticia pues qué necesidad tenían los ciudadanos de saber que en su país mataban periodistas.

No había protesta. Ni siquiera de periodistas. La insana relación entre la prensa y el poder, que ha prevalecido a fuerza de la dependencia económica de la publicidad oficial, descompuso la confianza de los ciudadanos en sus periodistas. Desconfiábamos incluso de nosotros mismos. “Quién sabe en qué andaba metido”, decíamos, admitiendo a priori el descrédito del periodista asesinado. Este ha sido un recurso de la autoridad para desvincular la labor de periodista de los ataques en su contra y negarlos como un hecho que violenta la libertad de expresión.

Un ejemplo entre muchos. Hace 10 años, el 2 de abril de 2005, desapareció en el estado de Sonora, en el norte de México, Alfredo Jimenez Mota, un joven periodista de apenas 26 años, que había reportado las operaciones de las bandas del narcotráfico en su región. El fue el primer periodista desaparecido por razones claramente relacionadas con su trabajo. En su caso había indicios suficientes que involucraban a narcotraficantes y policías, pero nada pasó. En una década las autoridades no han podido localizarlo ni encontrar a los responsables del crimen. Su caso actualmente espera admisión en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por la no acción y las omisiones de las autoridades. Esta es la impunidad que prevalece en casi 90% de los casos de agresiones contra periodistas. Es la impunidad que no nos deja saber quiénes y por qué matan y desaparecen periodistas. Pero en Sonora no hay un premio con su nombre, no hay autoridad que respalde su memoria, al menos por vergüenza, y acompañe el dolor de su familia. De mantener vivo su recuerdo se encarga cada año el periódico donde trabajaba y algunos de sus amigos que lo recuerdan en las redes sociales. Y nadie más. Ustedes pensarán: bueno, al menos los medios donde trabajaban los periodistas asesinados les rendirán homenaje. Yo les contesto que no. Son poco los medios que guardan el recuerdo de sus periodistas muertos. Menos o ninguno el que asume la responsabilidad que le corresponde. Los periodistas mexicanos aprendimos hace mucho que nuestra seguridad sólo dependía de nosotros, y lo hemos asumido.

Pero en la historia de Alfredo, como en la de muchos periodistas asesinados y desaparecidos, nosotros, sus compañeros de oficio, reconocemos que también tenemos que bajar la vista. A casi todos los dejamos solos en aquellos primeros años. A ellos y su familias. Es una culpa silenciosa que todavía nos pica en el corazón. Descubrimos que nuestro silencio había ayudado a que los periodistas de regiones enteras fueran silenciados y esa es un vergüenza calladita que nos conmueve en ocasiones como ésta. Porque aquí, en Córdoba, una ciudad y sus periodistas nos enseñan que es posible arropar el nombre de un periodista asesinado, acompañar a su familia, rendirle homenaje con un premio y multiplicar su memoria al compartirlo con todos nosotros. Por esta lección, por este acto de generosidad, muchas gracias. Me lo llevo a México con la esperanza de que un día podamos replicarlo. Que algún día un premio de periodismo lleve el nombre de Gregorio Jiménez, Regina Martínez o Moisés Sánchez, por sólo mencionar tres periodistas asesinados en sus propias ciudades y en un mismo estado: Veracruz, actualmente el lugar más peligroso para el periodismo en México, donde 11 periodistas han sido asesinados y 4 están desaparecidos, de 2010 a la fecha, bajo el gobierno de un mismo hombre: el priista Javier Duarte.

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Vuelvo a la desaparición de Alfredo Jiménez Mota porque su caso, sin duda, fue presagio de lo que estaba por venir: el alto riesgo para los periodistas que cubrían la información de nota roja, la información policiaca o de suceso, como se conoce en algunas partes. Este presagio lo confirmó después el asesinato, en Ciudad Juárez, de Armando Rodríguez, a quien sus amigos llamaban El Choco. Era el reportero que llevaba el pulso de la ciudad y cuyas notas advertían que ésta se estaba convirtiendo en la más peligrosa del mundo. A él lo mataron en 2008 a las puertas de su casa, a la vista de su hija de 8 años a quien estaba a punto de llevar a la escuela. Tanto Alfredo como El Choco sabían del riesgo que corrían y, sin embargo, no se detuvieron. Como no se detuvo Julio en su momento al viajar a Irak, donde una guerra estalló encendida por las mentiras de uno o varios gobiernos.

En México un presidente, Felipe Calderón, también empujó al país a una “guerra”. Sul famosa “guerra contra el narco”, como él mismo la llamó, aunque luego quiso desdecirse. Esa ofensiva contra el narcotráfico arrastra más de 22 mil desaparecidos y 70 mil muertos en seis años. En una cuenta aparte estaban los periodistas: en sólo 6 años, entre 2006 y 2012, hubo entre 42 y 70 periodistas asesinados, según de donde vengan las cuentas. Insisto, la cifra más abultada proviene del propio gobierno. Este detalle de los número podría parecer anecdótico si no fuera trágico. Porque esta contabilidad incierta proyecta la falta de atención de las autoridades en el registro de crímenes, y ya no digamos en su investigación. El gobierno mexicano admite que en México han sido asesinados 102 periodistas en los últimos 15 años, según sus cuentas, y ni se ruboriza. No menciona que pocos son los crímenes resueltos. Ha sabido evadirse de la crítica internacional presumiendo leyes que federalizan los crímenes contra periodistas, mecanismo de protección que consumen recursos y no dan resultados. Fiscalías para la atención de delitos contra la libertad de expresión que no ha resuelto satisfactoriamente un solo caso y ni atraído ninguno ocurrido en los estados para su investigación. El mensaje de la impunidad es que matar periodistas no tiene costo y cualquiera puede hacerlo. En todo caso, ¿a quién le importa que se resuelvan los crímenes contra periodistas? ¿A quién le importa la verdad? A nosotros los periodistas, a sus familias y sus amigos. Y en todas partes es igual, a juzgar por lo que escucho y comparto ahora con las periodistas amigas de Julio. Con su valiente y generosa madre.

* * *

Fue en aquellas primera etapa de violencia en México que nació, en 2007, la red de Periodistas de a Pie. Primero como un grupo de reporteras y un reportero –Alberto Nájar, desde siempre nuestra cuota de género–, que necesitábamos entender, saber por qué de pronto las páginas de nuestros diarios comenzaron a contar muertos en un ejecutómetro, a sacrificar las historias de pobreza y marginación por noticias cada vez más escandalosas de sangre. Todos los días un dilema ético que resolver: mostrar el rostro de la víctimas, los cuerpos, los nombres. ¿Qué debíamos hacer?

Con más dudas que certezas, nos empeñamos en corregir errores, en cambiar para mejorar. Como sucede mucho con las mujeres, había en nosotras un callado sentimiento de inseguridad profesional frente a lo que comenzaba a ocurrir en el país: algo pasaba con la violencia y no entendíamos. Como reporteras y editoras de fuentes relacionadas con temas sociales –ya saben, los temas que tradicionalmente nos asignan y abrazamos las mujeres como pobreza, niños, mujeres, hambre, educación, salud– nos acercamos a organizaciones, especialistas y periodistas que generosamente compartieron con nosotros su conocimiento y comenzamos a entrenarnos, a capacitarnos.

Periodistas de a Pie asumió la profesionalización como su primer eje. Lo hacíamos y lo seguimos haciendo combinando nuestro trabajo periodístico, invirtiendo nuestros tiempos libres, sacrificando espacios personales, y generalmente sin paga. Después vino la definición de un periodismo social, con enfoque de derechos humanos. Un periodismo de propuesta que, además de denunciar, propusiera, buscara ejemplos y salidas para la desesperanza. Para la tristeza.

A nuestra preocupación por los tema sociales se sumó entonces la necesidad de aprender a cubrir la violencia desde la perspectiva de las víctimas. En el fondo, ya las conocíamos: eran precisamente esos hombres, mujeres, niños y jóvenes más desfavorecidos, los más marginados, los que padecían la desigualdad de oportunidades. Aquellos que fueron presa fácil del narcotráfico y de los abusos de la policía o el ejército, precisamente por su condición. Eran los que morían y eran desaparecidos y a quienes el discurso oficial vinculaba sin pruebas con el narco. A ellos queríamos devolverles su historia y su nombre. Pero teníamos que aprender cómo hacerlo. Y nos preparamos y promovimos cursos de capacitación que siempre han sido abiertos y a los que se fueron sumando nuevo periodistas que llegaban mudos del miedo, de regiones donde informar cuesta la vida.

Un día nos dimos cuenta que las víctimas ya no eran sólo los otros sino nosotros, los periodistas. Ocurrió tarde, allá por el año 2009. Cada una de nosotras, por distintas razones, ya sea por los viajes de trabajo o por nuestra relación con colegas de las regiones, comenzamos a conocer las historias de violencia que vivían nuestros compañeros, sobre todo en los estados del norte. Había de todo: los levantones, como llamábamos a los secuestros; las listas con nombres de periodistas ‘ejecutables’, como se nombraba a los amenazados de muerte por el crimen organizado; las agresiones, las llamadas a las redacciones diciéndoles qué podían publicar y qué no; el peligro de llegar primero y solo a un enfrentamiento, a una escena de crimen bajo el riesgo de encontrar todavía a los “mañosos”, los asesinatos cada vez más recurrentes y cada vez más violentos. El riesgo, pues, de ser periodista.

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Muchas veces hemos tratado de recordar cómo fue que nos involucramos por primera vez en la defensa de la libertad de expresión. Cómo tomamos aquella decisión de organizar un primer encuentro de periodistas y violencia que sirvió como catalizador. En aquel foro no pararon las historias. Juan, un periodista de una pequeña comunidad de Guerrero –el mismo estado de donde desaparecieron los 43 estudiantes de Ayotzinapa–, nos contaba cómo lidiaba con los narcotraficantes de su región, y cómo resolvió la dificilísima disyuntiva de publicar o no las fotos de personas asesinadas, los ejecutados les llamábamos entonces. “A muchos los está buscando su familia –nos decía–. Yo trato de tomar la foto lo mejor posible para que puedan identificarlo”. Un dilema ético resuelto nada más que con humanidad.

La sesión se convirtió en una catarsis en la que todos comenzaron a compartir las estrategias que han desarrollado para conservar la vida y seguir informando.

A partir de ese momento, de manera incesante, organizamos cursos, talleres, charlas, encuentros con periodistas que habían sido corresponsales de guerra o con experimentados periodistas colombianos para que nos ayudaran a cuidarnos, para que nos compartieran las claves de una cobertura segura. Recuerdo que alguno de ellos nos dijo: su situación es peor que en una guerra porque aquí el enemigo puede ser cualquiera, no hay trincheras señalizadas. Era verdad. En México, el narcotráfico y los grupos del crimen organizado lo han penetrados todo: la política, la seguridad y los negocios. Entonces hicimos propia una frase: los periodistas mexicanos nos convertimos en corresponsales de guerra en nuestro propio país.

Pese a todo, los periodistas comenzamos a organizarnos cada vez más y cada vez mejor. Y de pronto un día ya estábamos marchando en las calles, gritando “Los queremos vivos”, que luego se convirtió en un “Nos queremos vivos”. Ahora además de convocar a nuestras propias marchas, hacemos protestas virtuales, colectas para periodistas desplazados o exiliados, documentos para denunciar la situación, campañas para reclamar con vida a compañeros desaparecidos y denunciar la omisión de las autoridades. Junto con otros reporteros y organizaciones civiles, organizamos una misión de investigación periodística para documentar las contradicciones y omisiones de la autoridad en la investigación del asesinato de Gregorio Jiménez, Goyo, a quien mataron en febrero de 2014 en Veracruz.

Goyo fue, para todos nosotros, un caso emblemático: un periodista que aprendió el oficio en la práctica y cumplió con su trabajo en las peores condiciones laborales y en un contexto de alto riesgo donde opera el crimen y prevalece la impunidad. Un periodista abandonado por los medios para los que trabajaba, sin contrato, con múltiples empleos para completar sus ingresos y con una insignificante paga de poco más de un euro por nota. Inspirados por los periodistas de Veracruz que iniciaron las protestas el mismo día de su desaparición, colegas de muchos estados del país –muchos que están creando sus propias redes– nos sumamos de manera virtual para reclamar con vida a Goyo y arropar a la distancia las protestas que emprendieron sus compañeros en Veracruz. Nunca perdimos la esperanza de encontrarlo vivo, hasta el día que hallaron su cuerpo en una fosa, degollado.

Nuestra respuesta fue entonces investigar. Los reporteros locales, amigos de Goyo, rompieron el miedo de hablar y, pese a la amenaza de sus jefes de que serían despedidos, nos ayudaron a documentar su caso. Después un grupo aliado de fotorreporteros se autoasignó la tarea de hacer una subasta de fotografías para apoyar a la viuda y a los hijos.

Así es nuestro trabajo: pequeños y casi invisibles gestos de solidaridad que no alcanzan difusión en los medios y a los que pocas veces vemos resultados. Con el tiempo, cuando llegamos a sentirnos agotadas o pensamos que nada ha cambiado o cuestionamos si nuestra apuesta por lo colectivo ha valido la pena, nos llega algún guiño, una palmada, premios como este que sabemos cargado de cariño y aceptamos agradecidas, o testimonios de colegas que han sentido que nuestros esfuerzos desde la Ciudad de México los han arropado.

Hace apenas unas semanas, por ejemplo, un periodista de Morelos, un estado vecino de la ciudad de México también golpeado por el crimen, se acercó a Daniela Pastrana, otra cofundadora de la red y nuestra directora ejecutiva, y le dijo: Si estoy vivo es gracias a las protestas que organizaron durante el secuestro de Goyo. Entonces le explicó que en 2014 él fue secuestrado por un grupo de criminales que tenían la intención de matarlo, pero sus captores no lo hicieron, lo pensaron dos veces sólo porque estaban muy fuertes las protestas por el secuestro de Gregorio Jiménez. Tomo las palabras de Daniela porque las comparto: Las protestas no le salvaron la vida a Goyo, pero sí han salvado la de otros compañeros.

A pesar de los riesgos y las amenazas, esos periodistas no han renunciado a su labor. Si en algunas regiones los periodistas han tenido que callar, que quede claro que no es por autocensura, sino por la presión y la intimidación del crimen, solapado por las autoridades, por la falta de condiciones para ejercer el periodismo. ¿O acaso en un estado de normalidad democrática el crimen se impone? Creemos que no. Pero en México, en estados como Tamaulipas, así sucedió. Allí, recientemente el director del periódico El Mañana, de Matamoros, fue secuestrado y amenazado por informar sobre un enfrentamiento armado que dejó al menos 15 muertos.

Por otra parte, sin embargo, es amplia ya la lista de libros escritos por periodistas que develan las operaciones del narcotráfico, sus vínculos con el poder, la corrupción. Nosotros, como colectivo, nos hemos enfocado en buscar historias de la gente que resiste. Que en medio de la violencia supo sobrevivir y construir opciones colectivas. Al escribir sobre esas personas, los periodistas no sólo comenzamos a reconstruir el vínculo con los ciudadanos. También aprendemos de ellos.

Hoy hay periodistas organizados en distintos estados del país, compañeros que han emprendido sus propios grupos y sus propias redes, confiando en nuestro acompañamiento. Ahora intercambiamos experiencias, mantenemos redes de información, nutrimos blogs y páginas de manera colectiva. A ese periodismo que practicamos algunos ya no le importa la firma sino el fin. Queremos recuperar las historias que no caben en los medios tradicionales, que se olvidan en las agendas y se van quedando atrás por omisión o conveniencia. O arrollados por una tragedia que siempre es peor que la anterior. Todavía no sabemos a ciencia cierta lo que ocurrió con los 72 migrantes asesinados en San Fernando, Tamaulipas, cuando ya tenemos encima la desaparición de 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa.

Frente a la frustración de las limitaciones que nos imponen los medios tradicionales, los modelos de producción de información a destajo, muchos periodistas han optado por la ruta libre del freelance, otros han emprendido sus propios medios independientes. Y los hay que han hallado en nuevos proyectos espacios de libertad suficientes: casi todos son medios online, o revistas. La prensa tradicional en México se ha quedado atrás, a veces despidiendo un olor a viejo.

Pero no todo está ganado y mucho menos ahora. En 2012 la alternancia de nuevo ocurrió. El PRI volvió al poder. De entonces a la fecha, 10 periodistas han sido asesinados y cada 26 horas ocurre una agresión contra alguno. Las agresiones duplicaron a las del sexenio anterior. Los informes de todas las organizaciones de derechos humanos dan cuenta de la grave situación que en materia de derechos humanos atraviesa el país. Un país sobre el cual además se cierne un futuro económico incierto.

Que quede claro que México no es el país de los folletos turísticos ni los discursos oficiales. Hay pobreza, desigualdad, una vergonzosa concentración de riqueza, corrupción y violencia. Aquí los ejemplos: los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa, los asesinatos cometidos por militares en Tlatlaya, los abusos contra migrantes mexicanos y centroamericanos que atraviesan el país hacia Estados Unidos, los miles de desaparecidos que no hallamos, los muertos sin justicia. Todas son historias del México de hoy, que necesita de sus periodistas para contarlas. Esos periodistas, sin embargo, siguen en riesgo. Todavía son amenazados, secuestrados, torturados, desaparecidos y asesinados, o pierden su trabajo por censura, por presiones del poder político o por mera gana del dueño de un medio que los considera incómodos.

Sucedió recientemente, por ejemplo, que un grupo de periodistas perdió su trabajo porque su empresa consideró un abuso de confianza que participaran en una alianza de medios y organizaciones para establecer una plataforma de denuncia ciudadana anónima que se llama MexicoLeaks, que no es otra cosa, como dice una amiga periodista, que un correo virtual de denuncia para los ciudadanos. Aquella fue la versión original de la empresa. Sin embargo, llama la atención que esos mismo periodistas despedidos integraran el equipo de investigación que reveló la existencia de la famosa Casa Blanca, adquirida por la esposa del presidente en condiciones poco claras, a un contratista que a su vez resultó uno de los ganadores de una licitación para construir un tren rápido en el país.

También está el caso de la jefa de Goyo, una periodista que encabezó las protestas por la desaparción de su compañero, y fue despedida por sus incómodas críticas y por volcarse de lleno a la campaña contra la desaparición y asesinato de Moisés Sánchez, un periodista que con sus ganancias como taxista financiaba su periódico comunitario y denunciaba los malos manejos del alcalde.

Eso sucede en México, donde la libertad de prensa, la información, la libertad de expresión no tienen garantía. Por eso los periodistas, en México y en cualquier país, tenemos que seguir salvando trampas: la demagogia, la censura, la corrupción, los intereses creados, los estrechísimos vínculos del poder y los empresarios de medios. Hay que revertir la impunidad, documentar los abusos de poder y la violencia de las fuerzas del Estado, cada vez más extendidas en distintos puntos del planeta. No es gratuito por ello que mueran cada vez más periodistas en escenarios de guerra. Son incómodos, siempre seremos incómodos. A veces los somos incluso para nuestros propios medios.

Pero en Periodistas de a Pie estamos seguras, seguros, que mientras nuestro país no alcance un grado de democracia y justicia que garantice a los ciudadanos todas las libertades y derechos, habrá periodistas, ténganlo por seguro, que seguiremos protestando y llamando la atención de la comunidad internacional para que no deje de mirar hacia México. Para contrarrestar un discurso oficial que pretende presentar al mundo un país que no es. Para seguir luchando por el derecho a la libre expresión y el de los ciudadanos a estar informados.

Por lo pronto, comparto este premio con todos los héroes de mi país: hombres y mujeres muertos y desaparecidos. Ciudadanos y periodistas, víctimas de la violencia, la impunidad y la omisión gubernamental. Nosotros, los periodistas, ya no olvidamos. Y aquí estamos para recordar, en memoria de Julio Anguita Parrado, a todos los periodistas mexicanos asesinados y desaparecidos.

Comparto este texto a nombre de la red de Periodistas de a Pie que integran:

Marcela Turati

Margarita Torres

Daniela Pastrana

Daniela Rea

Verónica García de León

Tere Juárez

Monica González

Celia Guerrero

Alberto Nájar

José Jiménez

A nombre de todas y todos: muchas gracias.

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* Agradecemos a Elia Baltazar el permiso otorgado para reproducir su discurso.

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