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Michael Ross: una mirada interior a la antesala de la muerte

Michael Bruce Ross, un asesino serial que mató a ocho mujeres en Connecticut y New York entre 1981 a 1984, fue ejecutado por inyección letal el 13 de mayo de 2005. Sus víctimas, violadas y estranguladas en la mayoría de los casos, tenían entre 14 y 26 años. Durante su proceso Ross no se declaró culpable, sino que afirmó que padecía un “desorden mental parafílico”, una compulsión que solo puede controlarse con medicamento especial. Él estaba en contra de la pena de muerte, pero se negó a solicitar la revisión de su caso. Esta es la traducción de un ensayo suyo acerca de su experiencia en la antesala de la muerte, publicado por el Journal of Psychiatry and Law.

Por Michael Ross*

Traducción y nota de Julián Cardona, en colaboración con Ignacio Alvarado

Michael Bruce Ross, quien de 1981 a 1984 mató a ocho mujeres en Connecticut y New York [fue ejecutado por inyección letal el 13 de mayo de 2005]. Fue la primera vez en 40 años que la pena de muerte se administró en el noreste de los Estados Unidos. Sus víctimas, violadas y estranguladas en la mayoría de los casos, tenían entre 14 y 26 años de edad. En noviembre de 1984 Ross desistió de interponer ante los tribunales cualquier acción legal que impidiera su eventual ejecución. A diferencia de otros casos, donde la supresión o delación de la pena capital recae en la responsabilidad de magistrados o ejecutivos estatales, esta vez dependió de la voluntad del reo. Ross, quien desde prisión se convirtió en todo un activista contra tal castigo, consideró solo una excepción: su persona.

Durante su proceso Ross no se declaró culpable, sino demente, una condición que al parecer ha sido revertida en parte por el tratamiento al que se le ha sometido en prisión. En una manifestación de que gotas de arrepentimiento se han filtrado a su conciencia ha dicho “si soy ejecutado, o si muero, solo deseo ser cremado y que mis cenizas sean esparcidas. No quiero tumba o evocaciones… sólo quiero ser olvidado”.

Un ensayo acerca de su experiencia en la antesala de la muerte que envió en 1986 al Journal of Psychiatry and Law es reproducido a continuación. Aquí está Michael Bruce Ross en persona. (JC)

 

ES LA HORA DE MI MUERTE. Lo sé porque el guardia frente a mi celda me lee la sentencia de muerte y varios guardias esperan para llevarme a la cámara de ejecución. Abren mi puerta y me trasladan a una habitación que se encuentra solo a tres metros de distancia. En el centro de ese cuarto veo una enorme, café y poco confortable silla de madera, con correas incrustadas. Es la silla eléctrica. Aproximadamente tres metros enfrente de la silla se encuentra un muro con bloques de cenizas. No puedo ver hacia el otro lado porque un juego de persianas venecianas obstruye la visión, pero sé que al otro lado de la pared los testigos oficiales de mi inminente ejecución, esperan.

Ahora las cosas comienzan a ponerse fúnebres. Me percato que hay una gran ventana. Las ventanas laterales están completamente abiertas y no tienen barrotes. Afuera la mañana primaveral es absolutamente hermosa. Los rayos del sol penetran en la habitación, y puedo ver y escuchar a los pájaros retozando en el exterior. Los guardias me llevan hacia la silla. Enfrento a la cámara de testigos cuando las persianas se abren. Mis testigos “oficiales” llevan pequeños sombreros de fiesta, su actitud es alegre, ríen y beben champaña. El confeti flota en el aire.

Los guardias me sientan y me sujetan a la silla, repentinamente me vuelvo etéreo y asciendo en el aire, abandonando mi cuerpo detrás mientras floto hacia el exterior de las ventanas, por sobre la prisión. Ya no existe el día soleado y primaveral. Ahora es oscuro y frío y las luces de la prisión brillan con inclemencia sobre la tierra. Es una tarde amargamente fría de invierno, sin nieve. Floto sobre la puerta principal de la prisión y veo una multitud de cientos de personas reunidas en la puerta principal. De repente empiezan una cuenta regresiva al unísono, como si fuera una noche de Año Nuevo: cinco… cuatro… tres… dos… uno. Ellos comienzan a celebrar gritando y haciendo algarabía mientras que las luces se diluyen y parpadean. Se abre una pausa de treinta segundos, y ellos festejan de nuevo mientras de la silla emana la segunda descarga mortal, provocando que las luces de la prisión bajen de intensidad y parpadeen una vez más. Ahora sé que estoy muerto.

Mi nombre es Michael Ross, soy un asesino serial responsable de violar y asesinar a ocho mujeres en Connecticut, New York, y Rhode Island. Nunca he negado lo que hice, he confesado absolutamente mis crímenes, y fui sentenciado a muerte en 1987. Ahora, sin embargo, espero una nueva audiencia ordenada por la Suprema Corte del Estado de Connecticut, que puede dar como resultado una sentencia de muerte o que se me asignen múltiples condenas perpetuas sin la posibilidad de ser liberado jamás. El punto crucial de mi caso, como ha sido desde el principio, es mi condición mental al momento de cometer los asesinatos, la infame y maliciosa “defensa demencial”. A través de los años he tratado de comprobar que sufro una enfermedad mental que me empuja a violar y asesinar y que ello me impide físicamente controlar mis acciones. He tenido poco éxito.

He tenido aquel sueño de forma irregular desde que se me ubicó por primera vez en la antesala de la muerte. No era realmente un sueño, más bien una visión diurna pesadillezca. Estaba muy deprimido y podía pasar la mayoría de los días sobre mi litera cubierto hasta la cabeza entre las cobijas. Tenía esta visión casi a diario mientras me hallaba semidespierto. Parecía tan real como cualquier otra experiencia que hubiera tenido. Casi puedo saborear, oler y sentir las sensaciones. Cada vez, en verdad creía que era real hasta que abría la ventana y me decía a mí mismo “no lo es”. Por fortuna ya no experimento el horror de esta visión, salvo en raras ocasiones. Las frecuentes dosis del antidepresivo Prozac me mantienen hasta cierto punto estable y las visiones tienden a desaparecer.

¿Cómo es la vida en la antesala de la muerte?

La antesala de la muerte aquí en Connecticut no es tan cruel como en otros lugares –especialmente como los que se encuentran al sur del país– pero tampoco es un “country club”. La antesala de la muerte en este estado se ubica en una prisión de “máxima seguridad”. Vivo en una celda de dos y medio por tres y medio metros –grande para los estándares de las prisiones– que contiene en su interior una cama de metal, un escritorio y un retrete que es lavadero a la vez. Vivo solitario en esta celda y paso 23 horas de cada día en ella. Mi única vista del mundo exterior es a través de una ventana de ocho centímetros por un metro que me ofrece una maravillosa vista de la cortante espiral de alambre que corona la malla de seguridad, y del patio de recreo de la prisión.

Ingiero todos mis alimentos en la celda, no hay comedor en las instalaciones. Mis comidas o mis alimentos se me entregan en una charola blanca, con una cuchara de plástico y tenedor, sin cuchillo de plástico. Algunos de los internos en esta institución toman sus alimentos en mesas ubicadas en desayunadores, como hombres civilizados pero ese es un privilegio que no concede a los internos de la antesala de la muerte. Se me permite una hora de recreación exterior, cinco días a la semana. Nuestro patio tiene aproximadamente cuatro metros cuadrados de superficie, delimitados por muros de concreto de diez metros de alto y barandales que simulan cadenas en la parte superior. No se nos permite siquiera una pelota de mano, y la única actividad para ejercitarse consiste en trotar en círculos sobre el piso de concreto. El horario de nuestro recreo comienza a las ocho de la mañana, lo que significa que podemos ver el sol en los muros, pero se nos encierra antes de que esté lo suficientemente alto como para que sus rayos nos bañen directamente. La situación es tan pobre que sólo dos de nosotros salimos de forma regular, nadie más se preocupa. (Nota de Michael: no se permite más recreación grupal. A los internos en la antesala de la muerte se les prohíbe ahora socializar juntos, sólo se admite recreación individual).

Se nos permite dos horas de tiempo “fuera de la celda” en nuestra estancia de seis a ocho de la tarde todos los días. Entonces podemos usar el teléfono para hacer llamadas por cobrar (dos llamadas de quince minutos por día). Los internos de la antesala de la muerte no tenemos contacto en lo absoluto con otros internos.

Por mucho la mayor parte del tiempo lo paso adentro de mi celda. Cuando se me puso por primera vez en la antesala de la muerte mi padre me compró un televisor que recibe la señal de seis estaciones locales. Tengo una máquina de escribir que uso para redactar artículos que envío a varias publicaciones, la mayoría de ellos artículos en contra de la pena de muerte, pero recientemente me he aventurado más en textos inspirados en la espiritualidad para publicaciones religiosas. También poseo un pequeño walkman donde escucho música clásica. Se dice que la música clásica alivia las almas atormentadas, y de hecho me relaja. Paso muchas horas escuchando esta música con mis audífonos, con los ojos cubiertos. Es la manera en que lidio con la vida aquí.

Inicialmente me colocaron en la “celda de la muerte”, una celda adyacente a la cámara de ejecución y comúnmente utilizada sólo para albergar al condenado durante las últimas 24 a 48 horas antes de su ejecución. Un guardia estaba apostado en un escritorio directamente frente a mi celda las 24 horas del día, siete días a la semana. No tenía en absoluto privacidad. Me vestía frente al guardia. Usaba el retrete frente al guardia. Todo lo que hacía era frente al guardia. Cada acto se registraba en mi propia “bitácora del corredor de la muerte”: la hora a la que despertaba en la mañana. La hora en la que ingería mis alimentos y lavaba mis dientes. Todo. No pueden imaginarse lo que la absoluta y total falta de privacidad provoca en uno. No pueden imaginar cómo empieza a destruir tu sentido de humanidad, te hace sentir como un animal enjaulado, exhibido en el zoológico. No se pregunten la forma en qué caí hacia una depresión clínica y tuve visiones de mi propia ejecución.

Esto duró por casi un año. Enseguida reemplazaron al guardia por un sistema de circuito cerrado de televisión que monitoreaba el interior de mi celda, para proteger mi privacidad, dijeron. En realidad fue porque no era un problema disciplinario y les resultaba más barato emplear un circuito cerrado de televisión ubicado en el escritorio enfrente de la celda que tener a un guardia por recluso las 24 horas del día. En realidad menguó más mi privacidad, porque al otro lado del sistema se encontraba un monitor al alcance visual de cualquiera que pasara, incluida cualquier oficial mujer. La cámara duró instalada cuatro años más antes de que fuera capaz de convencerlos de que era una invasión innecesaria de mi privacidad. Los guardias hacen rondas cada media hora o más o menos. Pero al menos ahora sé cuándo esperarlos o esperarlas así que tengo tiempo para usar el retrete o vestirme.

Cuando llegué a la antesala de la muerte era un interno de alto perfil. Todo mundo sabía quién era Michael Rosss. Todos sabían lo que hice. Todos sabían que estaba sentenciado a muerte y todos –parecía– estaban de acuerdo con la sentencia y esperaban que se ejecutara tan rápido como fuera posible.

Todo ello me hizo diferente a cualquier otro recluso. Por aquel tiempo era el único hombre sentenciado a muerte en el estado de Connecticut. Por dos y medio años, hasta que otro hombre fue sentenciado a muerte, fui el único que el estado consideraba inmerecedor de la vida.

Recibí más publicidad que cualquier otro recluso en el sistema penitenciario. Naturalmente me abstraje y la prisión es un mal lugar para abstraerse.

La mayoría de las personas aquí son anónimas. Pocos prisioneros saben quiénes son los otros internos o qué hicieron, así que no son juzgados por sus crímenes sino por el tipo de personas que son. Si ellos son majaderos, son tratados como majaderos. Si te mantienes ecuánime y no molestas a nadie no se te molesta. Pero si eres prominente todo el mundo te salta encima. Para algunas personas es una forma de manejar sus propias inseguridades, al aplastarte ellos se crecen. Para algunas personas es una forma de distraer la atención sobre ellos mismos. Me he dado cuenta que los que gritan fuertemente “jarioso” son violadores. Enseguida se encuentran aquellos que se integran al grupo, son quienes se portan amistosos cuando están contigo pero no se ponen de tu lado cuando alguien te critica. Finalmente están aquellos que son tan miserables que sólo pueden sentirse mejor cuando buscan hacer sentir miserable a otros.

No todos encajan dentro de estas categorías. He hecho algunos amigos. La mayoría de ellos es gente que no cree todo lo que leen en los periódicos o en lo que escuchan por ahí. Ellos son los que se aproximan a la gente con la actitud de “como me trates te trataré”. Desafortunadamente personas como éstas son escasas en la prisión. Pero algunas veces pueden ser como un aliento de aire fresco. Cuando alguien simplemente dice, “hey Mike, cómo te va” o “hey Mike, pásatela ahí” puede significar mucho, especialmente en tiempos difíciles.

Y los ha habido. Fui muy molestado por mis compañeros y por los guardias. Siempre que iba a algún lugar de la prisión, al médico o a recibir visitas encontraba siempre las miradas, los murmullos y las amenazas: “Eh, hombre, sabes quién es ese.” “Él fue quien mató a todas esas niñas.” “Quisiera que nos mandaran a ese hijo de perra para darle una lección.” “¡Destripador!” “¡Viola niños!” “¡Hey, jarioso, te vamos a matar!” “Si se lo hubieras hecho a mi hermana ya estuvieras muerto”. Y el omnipresente sonido emulando el de la silla eléctrica: “Bzzzzzzzzzzzzzzzz”.

He sido asaltado en varias ocasiones. Me han golpeado con barras de jabón, arrojado tazas con orina y mierda, y me han entregado comida batida por los guardias que han escupido en ella o con cabellos que ellos mismos han echado. He tenido que ir a un hospital en el mundo de los libres dos veces.

Así que, ¿por qué se ha ordenado una nueva audiencia? Un reporte amicus curiae (amigo de la corte) fue remitido por un eminente grupo de psiquiatras de Connecticut. No tienen conexión ni con el estado ni con la defensa, pero se involucraron porque –como el reporte especifica– están preocupados (porque los informes psiquiátricos en mi caso fueron distorsionados durante el proceso). Ellos resumieron nuestro principal punto contencioso perfectamente: “Al permitir al doctor Miller testificar de manera que llevó al jurado a creer que el señor Ross podía controlar su conducta –cuando de hecho él y todos los otros expertos en psiquiatría comparten el punto de vista de que el señor Ross en realidad no podía–, la corte permitió que el jurado fuese mal influido”. La Suprema Corte del estado de Connecticut estuvo de acuerdo.

¿Qué es exactamente desorden mental parafílico? Es muy difícil de explicar y más aún difícil de entender. No estoy siquiera seguro de que yo mismo entienda realmente esta disfunción, y he estado tratando de saber lo que sucede dentro de mi cabeza por mucho tiempo. Básicamente estoy plagado por pensamientos repetitivos, urgencias y fantasías de degradación, violación, y asesinato de mujeres. No puedo extraer esos pensamientos de mi mente.

La mejor manera para la persona promedio de trata de entender esto es recordar cuando una canción se toca una y otra vez en tu cabeza. Aún si te gusta la melodía su repetición constante te molesta y entre más tratas de sacarla de tu mente con más fuerza se adhiere a ella. Ahora reemplace esa dulce melodía por perniciosos pensamientos de degradación, violación y asesinato y usted empezará –y sólo empezará– a entender lo que corría rampante a través de mi mente, incontrolable.

Algunas personas creen que si una piensa en algo día y noche uno quierepensar acerca de ello. Pero simplemente no es así cuando se tiene un desorden mental. La mayoría de la gente no puede entenderlo porque no pueden imaginar el deseo de cometer tan horribles actos de crueldad inimaginable. No pueden siquiera aproximarse a esta obsesión mía. Ellos creen que si fantaseas acerca de algo debes querer convertir la fantasía en realidad. Pero es mucho más complicado que eso. No pueden entender cómo puedo fantasear con imágenes tan desagradables, cómo puede desembocar placer de esa fantasía y luego estar tan atormentado por exactamente los mismos pensamientos y urgencias, o por el pensamiento de cuánto disfruté la fantasía sólo unos momentos antes. Puedo descansar de las violaciones y asesinatos que cometí y cuando desecho todos esos actos despreciables de mi mente puedo experimentar un placer orgásmico difícil de describir. Pero después tenía tal sensación de odio y autodesprecio que muy frecuentemente añoraba mi ejecución. Estaba cansado de estar atormentado por mi propia mente desquiciada. Tan increíblemente cansado.

Y la necesidad de lastimar a alguien podría presentárseme a cualquier hora. La poderosa urgencia emergía sin razón, y sin advertencia. Recuerdo que una vez cuando era escoltado de la unidad de salud mental a mi celda después de haber visitado al psiquiatra. Había una pequeña escalera que conducía de la unidad de reclusión hacia el corredor principal. Era conducido sin ninguna restricción por una oficial mujer joven y menuda. Cuando llegué a la escalinata repentinamente un incontrolable deseo de herirla me invadió. Sabía que debía salir de la escalinata y correr hacia arriba hasta la estancia. Nunca olvidaré cómo me gritó la oficial para que me detuviera y me amenazó con escribir un reporte disciplinario. Ella nunca tuvo idea de lo que pasó. No conozco a esta mujer; ella nunca me hizo daño; a pesar de ello súbitamente estaba invadido por un poderoso deseo de herirla. Ella nunca supo qué tanto daño quería provocarle ese día. Ella nunca supo qué cerca estuve de atacarla y quizá de matarla. Usted puede pensar que después de haber sido sentenciado a muerte y de vivir en la antesala de la muerte ese tipo de pensamientos pudieran limitarse. Pero no fue así porque esta enfermedad desafía la racionalidad.

Sin embargo, he encontrado algún alivio. Cerca de dos años y medio después de que me trajeron a la antesala de la muerte me empezaron a administrar inyecciones de una droga llamada DEPO-PROVERA. Ha sido empleada por años como un contraceptivo en Europa y recientemente su uso en Estados Unidos ha sido aprobado. En delincuentes sexuales se usa una dosis significativamente más alta que la tomada por las mujeres para controlar la natalidad: las mujeres reciben 150 mg. cada tres meses, yo recibí 700 mg. semanales. En los hombres, DEPO-PROVERA reduce significativamente la producción natural de la hormona sexual masculina, testosterona. Por alguna razón, ya sea por alguna fijación biológica anormal en mi cerebro o alguna suerte de desbalance químico, la testosterona afecta mi mente de manera distinta a como lo hace con un hombre promedio.

Meses después de que comenzaron a suministrarme las inyecciones semanales, los niveles de testosterona en mi suero sanguíneo cayeron por debajo de los niveles de un púber (el mes anterior mi nivel fue 12 ng/dl, mientras que el rango normal es 260-1250 ng/dl); mientras, algo poco menos que un milagro ocurrió. Mis pensamientos obsesivos, urgencias y fantasías empezaron a disminuir.

Tener todos esos pensamientos y urgencias es como vivir con un depravado compañero de cuarto. Uno no puede escapar de él porque siempre está ahí. Lo que hizo DEPO-PROVERA fue eliminar al compañero de cuarto y llevarlo hacia su propio departamento. El problema aún se encuentra ahí, pero fue mucho más fácil tratar con él porque no estaba siempre frente a mí. Él no me controla más. Yo tomé el control de él. Encontré una increíble sensación de libertad. Sentí como si volviera a ser humano de nuevo, en lugar de una especie de horrible monstruo. Durante tres años he tenido esta especie de paz en mi mente.

Luego desarrollé problemas en el hígado, un muy raro efecto secundario de los disparos hormonales, así que fui forzado a dejar el medicamento. Inmediatamente los pensamientos lascivos, fantasías y urgencias regresaron. Fue horrible. Me sentí como un ciego al que se le había dado el don de la vista sólo para quitársele de nuevo. Existía un medicamento alternativo, pero carecía de la aprobación de la FDA (Agencia Federal de Drogas) para administrarse a delincuentes sexuales, así que el departamento de la correccional rehusó aprobarlo. De mi historia anterior sabemos lo que causa el problema: testosterona. Sáquenla de mi flujo sanguíneo para que no llegue a mi mente y estoy bien. Así que requerí de una castración quirúrgica con el apoyo y aprobación de mi psiquiatra. Pero el departamento –que estoy seguro temía de encabezados como “Delincuente sexual castrado por el Estado”– rehusó la ejecución. Por más de un año, algunas buenas personas del departamento de salud mental pelearon para que se permitiera en mí el suministro del medicamento alternativo, una dosis mensual de una droga llamada DEPO-LUPRON, que recibo hasta la fecha.

Lo que provocó el año sin medicamento fue el retorno de los pensamientos y urgencias por herir a personas aquí. Recuerdo a una mujer joven en particular, una enfermera que siempre me ayudó. Siempre sonreía, y era amigable, a pesar de que sabía quién era y qué hice. Comencé a tener pensamientos y urgencias de herir a esta mujer y eso realmente me destrozaba en mi interior. Ahí estaba alguien a quien yo apreciaba, que siempre me había ayudado y, ¿de qué manera quiero ahora pagar por su generosidad? Queriendo violarla y estrangularla. Me sentía tan culpable y avergonzado que difícilmente volteaba a verla. Afortunadamente nada sucedió jamás, y ella nunca se enteró de lo que pasó por mi mente. Ese tiempo es ahora parte del pasado porque recibo mi medicamento pero los recuerdos y la culpabilidad no se han ido.

Uno de mis médicos me dijo alguna vez que soy en algún sentido también una víctima, una víctima de una afección que nadie quisiera tener. Y algunas veces me siento como víctima pero al mismo tiempo me siento culpable y me enojo por pensar de esa manera. ¿Cómo es que me considero yo mismo cuando las víctimas reales están muertas? ¿Cómo es que me considero una víctima cuando las familias de mis verdaderas víctimas deben vivir día a día con el dolor de la pérdida que yo causé?

Así que, ¿es esto una afección? ¿Qué si en realidad estoy realmente enfermo? ¿Conlleva eso alguna diferencia? ¿Me absuelve de mi responsabilidad por la muerte de ocho mujeres totalmente inocentes? ¿Hace ello a las mujeres menos muertas? ¿Redime el dolor de las familias? ¡No!

Cierro mis ojos y veo a las familias de las mujeres que maté. A pesar de que mi juicio se dio hace más de una década no puedo escapar de las visiones. Puedo ver a la señora Shelley en el estrado de testigos hablando sobre la última vez que vio a su hija viva. Todavía puedo ver la agonía en su rostro y escuchar el dolor en su voz mientras que describía cómo ella y su esposo buscaron a su hija, y puedo vívidamente recordar cómo en realidad los vi buscando a lo largo de la vía el día posterior a su muerte. En aquel tiempo no sabía quiénes eran, pero sabía a quién buscaban. Cierro mis ojos y me aterra la visión de la señora Stavinsky en el lugar de los testigos diciendo cómo en el Día de Acción de Gracias debió ir ala morgue a identificar a su hija. “Estaba muy lastimada”, dijo, mientras se rompía por dentro y lloraba. “Ella realmente estaba muy lastimada”.

Es difícil para mi cerrar mis ojos y no ver a estas personas cuando se presentaron durante los procedimientos judiciales. Todavía puedo, once años después, ver muy claramente cómo me miraban; todavía puedo sentir su enojo y su odio. He tratado arduamente pretender que nada de esto me preocupa. He erguido una fachada de indiferencia para mostrar que nada me perturbaba. Intencionalmente conversaba y bromeaba con mis abogados y con los ayudantes del sheriff como si nada me importara en el mundo. Pero aunque trataba arduamente de no demostrarlo, veía a las familias de mis víctimas. Y son sus rostros y su dolor lo que me horroriza hoy. Quisiera que supieran cuánto lo siento. Pero no hay palabras para describir tal sentimiento. ¿Cómo le explicas a alguien que lo sientes cuando le has robado algo tan precioso? ¿Cómo les explicas que lo sientes cuando esas mismas palabras fueron tan inadecuadas que te sientes culpable aún al pronunciarlas en su presencia por temor de hacer las cosas peor? No puedo siquiera enfrentarlas ni se me ocurre tampoco pedir su perdón. Y mientras quisiera en realidad que entendieran ellos lo que sucedió y porqué no espero que entiendan jamás verdaderamente la demencia que me llevó a matar a sus amadas.

Y esa es la gran pregunta: ¿Estaba yo realmente demente? La gran pregunta que todo mundo se ha hecho es una pregunta que al final puede no ser relevante. El hecho de que estuviera sano o demente no puede cambiar lo que sucedió, no puede traer a nadie de vuelta, no puede mitigar el dolor de las familias. Y no puede borrar mi culpa, o limpiar la sangre de mis manos. No puede cambiar nada, resolver nada, o absolver nada. Creo que esto es parte del motivo por el que voluntariamente pedí se me ejecutara. Y más recientemente he tratado de aceptar la pena de muerte y anular otra audiencia declarada. Cuando llegué a la antesala de la muerte me molestaba cómo es que el fiscal retorció y distorsionó los hechos de mi caso. Un intenso deseo de probar que mi desorden mental en realidad no existe, me consumía. Y que el desorden mental de hecho no me priva de mi habilidad de controlar mis actos, que mi desorden mental era de hecho la causa de mi conducta criminal. Quería desesperadamente que todos entendieran y creyeran que realmente estaba enfermo y que fue esa enfermedad en mi interior la que me hizo asesinar. Quería probar que yo no era el animal que el Estado retrataba en mí. Sólo quería que la verdad se supiera.

Tardó demasiado tiempo –años, de hecho– para que ese rencor y la intensa necesidad de exonerarme a mí mismo me abandonara. Con la ayuda de mi medicamento, hoy entiendo mi pasado mucho mejor, y estoy más en paz conmigo mismo, y no demasiado preocupado de lo que otros piensan de mí. Todavía quisiera probar los motivos reales por los que cometí actos tan atroces, pero no es una prioridad. Y para ser completamente honesto, después de años de golpear mi cabeza contra la pared tratando de probar mi caso, estoy agotado y no tengo más la certeza de que alguna vez pueda ser capaz de probar mi falta de responsabilidad criminal, y he llegado a creer que tales pensamientos son simplemente una manera de pensamiento correcto.

Hay veces, frecuentemente muy noche, cuando el ambiente empieza a apaciguarse aquí que me siento en mi celda y me pregunto “¿Qué diablos hago aquí?” La mayoría de la gente pensará probablemente que esta es una pregunta tonta; obviamente estoy aquí porque maté a muchas personas y merezco estar aquí, y eso está bien, de cierta manera. Pero pienso en las razones subyacentes por las que hice esas cosas terribles. Creo que severamente desquiciado y que la enfermedad me lleva a cometer mis crímenes. Sé que nunca seré capaz de probar eso en una corte, pero aquí, en mi celda, no tengo que probarle nada a nadie. Sé cuál es la verdad. Sé que tengo una enfermedad y que no soy más responsable por tener esa enfermedad que una persona con cáncer o que desarrolla diabetes. Pero de alguna manera “estás enfermo, y algunas veces la gente sólo se enferma” no significa eliminarlo. Me siento responsable. Me pregunto si hechos en mi infancia pudieron afectarme. Mi madre fue internada dos veces por nuestro médico familiar por la forma en que abusaba de nosotros, cuando éramos niños. Quizás las cosas hubieran sido diferentes si hubiera escapado como lo hizo mi hermano menor. Pero este es un ejercicio de futilidad, porque el pasado no se puede cambiar, y al mismo tiempo no puedes ayudarte con algo más que preguntar qué pudo haber sido.

De cierta manera creo que tengo más suerte que la mayoría de los demás reclusos, aún pensando que estoy sentado aquí, en la antesala de la muerte. Sé y hace mucho tiempo acepté que nunca seré liberado, que de hecho mi libertad sería una condena a muerte para otros. Sin considerar las razones por las que mato ya sea homicidio premeditado, como se piensa generalmente, o el resultado de mi demencia, el hecho es que yo mato, y no hay razón para creer que cambiaré alguna vez. Esto no es para decir que no quiero salir de este lugar, porque aquí es muy deshumanizador y añoro enormemente el exterior. Pero tengo una sensación de beneplácito sabiendo que nunca me liberarán. Sé que sonará extraño viniendo de un asesino sádico como yo, pero siento como si una gran carga se me hubiera quitado de los hombros.

Así que, ¿dónde estoy ahora? El fiscal estatal buscará de nuevo la pena de muerte en la próxima audiencia condenatoria. El único punto real que requiere clarificarse en la audiencia es si mi “capacidad mental estaba o era significativamente dañada”. Bajo la ley que ampara mi caso, si se me encuentra que sufro de una “enfermedad mental significativa”, se considerará una circunstancia atenuante por la ley de Connecticut, que podría apartarme de ser sentenciado a morir. En tal caso sería automáticamente sentenciado a seis cadenas perpetuas consecutivas sin opción a ser liberado. La estrategia de la fiscalía será indudablemente la misma que la vez anterior, inflamar las pasiones de los miembros del jurado para que desdeñen la evidencia de un desorden psiquiátrico. Y hay muchas posibilidades de que el fiscal sea exitoso.

La situación, como la conozco, y deseando separar todo lo concerniente a la agonía emocional de atravesar un nuevo juicio –especialmente las familias de mis víctimas– escribí una carta al fiscal el 25 de septiembre de 1994, en la que decía en parte:

No hay necesidad de que siga adelante la audiencia condenatoria. No hay necesidad y no existe propósito en abrir innecesariamente viejas heridas. No hay necesidad y no existe propósito en infligir más daño emocional o sufrimiento a las familias de mis víctimas. No deseo herir más a esas personas, es tiempo de sanar.

He pedido voluntariamente mi ejecución precisamente para anular la situación en la que nos encontramos actualmente. Estoy deseoso de brindarle la pena de muerte “en bandeja de plata” con la condición de que usted me ayudará a terminar con esto tan rápido y sin dolor. No hay necesidad de llevar a las familias de mis víctimas por largas y perturbadores procedimientos penales. Permítame por favor entrar a la corte a admitir mis actos; a aceptar responsabilidad por mis actos y aceptar la pena de muerte como castigo por esos actos. No pido que se haga esto por mi persona, sino por las familias involucradas, que no merecen sufrir más y quienes, de una pequeña manera, pueden obtener una sensación de paz interior por estas acciones y mi ejecución.

Durante casi cuatro años trabajé con el procurador estatal para llegar a un acuerdo que permitiera la imposición de la pena de muerte sin necesidad de acudir a una audiencia condenatoria. Firmamos el acuerdo el 11 de marzo de 1998. Sin embargo, el primero de agosto del mismo año, un juez de la Suprema Corte rechazó el acuerdo porque encontró “sin bases” que el fiscal trabajara conmigo sobre mi deseo de ser ejecutado sin pelear. Él ordenó: “Atajos en procedimientos de los que la vida de un individuo pende no pueden tolerarse bajo nuestro sistema de justicia criminal”. Esto destruyó efectivamente cuatro años de trabajo duro. Como no puedo apelar esta decisión, parece que no tengo alternativa más que prepararme para la larga y dolorosa audiencia de sentencia. Lamento mucho que haya fallado a las familias de mis víctimas. La selección del jurado y los testimonios para esta nueva audiencia comenzarán en pocos meses.

¿Qué es lo que nos enseña esta triste historia? Realmente no estoy seguro, porque parece ser bastante trágica por todos lados. Quizás podamos responsabilizar al actual sistema médico y a la actitud social, especialmente en la forma en que se trata a los enfermos mentales. Podemos empezar por tratar la enfermedad mental justo como lo que es: una enfermedad que requiere ser reconocida y tratada en vez de ser estigmatizada. Sin duda afuera hay otros Michael Rosses afuera, en varias etapas de desarrollo. Ellos necesitan lugares en donde puedan ir a buscar ayuda y necesitan saber que es correcto buscar ayuda. Una de las cosas que me parecen más dolorosas es darme cuenta que de haber empezado a recibir solamente una inyección de un centímetro cúbico de DEPO-LUPRON una vez al mes, hace 15 años, ocho mujeres estarían vivas ahora. El problema es real, pero el asusto de las desviaciones sexuales es un tema tabú en nuestra sociedad. Pudiéramos voltear nuestras espaldas y pretender que el problema no existe.

¿Estoy tratando de culpar a la sociedad de mi enfermedad? ¿Estoy tratando de implicar que usted, como miembro de la sociedad, es responsable de que me haya convertido en un asesino? No, desde luego que no. Pero estoy diciendo que la sociedad necesita aprender y hacer los cambios necesarios para prevenir hechos recurrentes como el mío. Es fácil para usted señalarme con el dedo, o llamarme “malo”, y condenarme a muerte. Pero eso es todo lo que sucede, será una terrible pérdida, porque en cierta forma se están condenando ustedes mismos a un futuro repleto de Michael Rosses. Las muertes trágicas del futuro como las que yo cometí pueden prevenirse, solamente si la sociedad deja de voltear la espalda, deja de condenar, y empieza a reconocer francamente y tratar el problema. Solamente entonces algo constructivo saldrá de los hechos que privaron la vida de ocho mujeres, destruyeron la calidad de vida de sus familias y amigos, resultaron en mi encarcelamiento y probable ejecución, y provocaron vergüenza indecible y ansiedad a mi propia familia. El pasado ya fue. Ahora toca a ustedes cambiar el futuro.

Nota adicional de Michael:
El 12 de mayo del 2000 fui sentenciado de nuevo a morir. Mi ejecución depende de la resolución de una corte de apelaciones. MBR.

* Tomado del sitio de internet de Michael Ross:
www.ccadp.org/michaelross.htm

Título original del ensayo:
“ITS TIME FOR ME TO DIE, An Inside Look At Death Row”
“Es la hora de mi muerte: una mirada interior a la antesala de la muerte

(Martes 23 de noviembre de 2004)

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