jueves , 28 marzo 2024
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Juárez, donde colapsó la morgue

En Ciudad Juárez la industria de la muerte comenzó a florecer a partir de enero de 2008, cuando los  grupos delincuenciales que se disputan la plaza recrudecieron una disputa en el contexto de la guerra que, a su vez, el Gobierno federal decretó en su contra. Las funerarias y los embalsamadores forman parte del fenómeno, a veces como víctimas, o como beneficiarios. El siguiente reportaje ilustra la situación actual. Es parte del libro La guerra por Juárez (Planeta, segunda edición, 2010).
Por Marcela Turati
En esta época en que la costumbre es morir rafagueado, Perches, la empresa funeraria más famosa de Juárez, bien podría acuñar un lema publicitario: «Traiga el cadáver de su ser querido y una fotografía, nosotros se lo reconstruimos».
Cumplir el reto de dejar a los muertos como vivos es toda una proeza, aunque Rogelio Guerrero, el gerente nocturno de la funeraria, asegura que sí lo han hecho: «Hace una semana vino un señor a agradecernos porque aunque el cuerpo de su familiar, un joven de treinta y dos años, venía totalmente destrozado, le pudimos reconstruir el rostro y se lo tuvimos dos horas antes de lo prometido». Lo dijo en mayo de 2008, cuando Juárez aún no se convertía oficialmente en la maquiladora nacional de muertos.
A partir de esa fecha, sin embargo, Guerrero ya notaba el desquiciamiento de las costumbres mortuorias.
Sus principales clientes ya no eran ancianos o ancianas muertos por vejez, sino jóvenes, en su mayoría varones, perforados por decenas de balazos, ochenta en promedio. Las funerarias ahora están llenas de padres que entierran a sus hijos.
«Si el cadáver se encuentra muy lastimado o desfigurado y no hay forma de reconstruirlo, recomendamos que el ataúd esté cerrado para que no lo vean y conserven una buena impresión del difunto», explicó el gerente en la oficina iluminada con luz ambarina que comparte con una veintena de ataúdes en exhibición.
Féretros confeccionados con caoba o mármol, forrados de tela rosa o hechos de metal truqueado imitación madera, y para todo presupuesto: desde veinte mil pesos, hasta veinticinco mil dólares para quien prefiere un ataúd chapeado en oro.
Los diseños que más solicitan a Guerrero son los ataúdes de madera clara con figuras religiosas labradas en la tapa como escudos protectores, en las que Karol Wojtyla y la Virgen de Guadalupe ganan en popularidad.
Y aunque en gustos hay variedad, entre los deudos parece haber consenso en dos detalles: desprecian las cajas sin vidrio protector para el rostro del ser querido al momento del último vistazo, y nadie quiere que el indio Juan Diego sea quien acompañe al bienamado por toda la eternidad.
En Juárez la industria de la muerte floreció en 2008 al mismo ritmo que se levantaron edificios funerarios de varios pisos, tan amplios como hospitales. El negocio se hizo evidente con el transcurso del año; si para el Día de Reyes moría asesinada una persona cada veinticuatro horas, según las bitácoras judiciales, para Navidad eran ocho y para la Candelaria de 2009 eran doce los caídos diariamente.
Uno de cada cuatro narcoasesinatos del país sucedieron en el estado de Chihuahua; casi todos en Juárez.
Muchos, por supuesto, olieron el negocio. En las escenas del crimen pronto aparecieron vendedores de sodas y frituras para alimentar a los infaltables mirones –algunos niños tienen grabados «ejecutados» en sus celulares– o vendedores de camisetas con el lema «Visite Juárez» y un cadáver estampado.
El registro fúnebre juarense cerró 2008 con 1,607 homicidios −entre ellos el del reportero que llevaba la cuenta de los muertos− y señaló a la ciudad como la más violenta del continente. Ese amontonadero de cuerpos en una ciudad de un millón trescientos mil habitantes equivaldría, según demógrafos locales, a que en el Distrito Federal hubieran baleado a treinta y cinco mil personas.
Tanta estúpida masacre hizo indispensables a personajes como el embalsamador Juan López, que bien podría asegurarse un papel en películas tipo Kill Bill, donde el espectador tiene que cubrirse para que la sangre no lo salpique.
López trabaja en otra sucursal de Perches, no muy lejos de la oficina de Guerrero, escondido de la vista de los dolientes, en una sala a la que se entra por atrás de la recepción pasando por un laberíntico pasillo mal iluminado y un patio donde entran carrozas fúnebres.
Es el embellecedor de cadáveres más rápido de la funeraria y de todo Juárez, según presumió sin modestia, y la noche que lo conocí me dijo que tenía tanto trabajo que no había podido tomar descansos.
Su molestia no es la gran cantidad, porque recibe paga por cuerpo, sino las nuevas complicaciones del oficio. Si antes tardaba una hora en reparar un difunto cualquiera, cada rafagueado le puede tomar el doble de tiempo, y a manos inexpertas llevarles medio día. Si antes arreglaba dos ejecutados por semana, ahora recibía hasta seis por día y algunos, como una mujer policía que reparó, atravesados hasta por ciento veinte balas.
La violencia agregó complejidad a su trabajo. Ya no se trata sólo de vaciar meticulosamente las venas antes de que la sangre descomponga el cuerpo, ni de coser cada herida con sus manos de cirujano plástico de muertos, ni de inyectar formol por la carótida para luego bañar, peinar, maquillar y vestir al difunto. Durante las velaciones, él y su equipo tienen que colarse a las capillas a mitad del velorio para revisar, de manera discreta, que el cuerpo no escurra el líquido inyectado, por las destrozadas venas.
En ocasiones recibe muertos tan estropeados que sin una foto no podría imaginar cómo tenía la nariz o si acostumbraba llevar bigote. Pero, como buen profesional, sabe que la ropa se encarga de cubrir las heridas imposibles y que en los casos perdidos debe enfocarse en reconstruir rostros. Se esmera mucho en su trabajo porque sabe que la última impresión que la gente se lleva del difunto depende de su habilidad para reconstruirlo.
Eso sí, como en todo oficio hay límites; él se declara incompetente para arreglar a decapitados o calcinados.
«La familia me habla y me pregunta: “oiga, ¿se va a poder ver mi familiar?”, y un noventa por ciento de veces se puede pero la reconstrucción necesita mucho tiempo», dijo esa noche de inusual ocio, no por falta de material de trabajo sino porque la morgue estaba sobresaturada y sus clientes detenidos en el embotellamiento.
No sería la última vez que tomaría un respiro así.
Durante 2008 cuatro veces la morgue colapsó y los cadáveres tuvieron que esperar turno para autopsia.
La matanza de rafagueados que abarrotaron las funerarias aumentó a pesar de que ese año el gobierno federal envió dos mil quinientos soldados y policías federales para llevar a cabo el Operativo Conjunto Chihuahua contra el crimen organizado, y que para 2009 lanzó la versión reloaded, con siete mil quinientos militares más, porque las muertes no cesaban (y siguen sin parar).
Ese año, la ciudad engendró toda suerte de relatos aterradores, todos ellos verídicos.
Está, por ejemplo, la historia del hombre de la calle Champotón que, cansado de encontrar por las mañanas un tiradero de muertos afuera de su negocio colocó un macabro letrero: «Prohibido arrojar cadáveres o basura», En noviembre, uno de los cadáveres tirados en el terreno fue el de su hija, el hombre no lo vio porque ya había sido asesinado.
Otro ejemplo es aquel de la mujer del Valle de Juárez que miró pasar un perro con una extraña pelota entre los dientes y descubrió que la maraña redonda, pegajosa, color carne, era la cabeza de un hombre; o la de los bachilleres que descubrieron, colgado de una reja cerca de la escuela, un cadáver con máscara de cerdo; o la de los puentes en los que amanecen hombres sin cabeza; o la de la niña sacrificada cuando un hombre en fuga la utilizó como escudo antibalas.
Cuando conocí a López, el embalsamador ya estaba inquieto por la facilidad con la que en esta ciudad se aprietan los gatillos. Decía molesto que los sicarios ya se estaban «excediendo» en las ejecuciones.
Ningún juarense salió intacto del reguero de sangre. Para diciembre de 2008, miles de familias se habían mudado de ciudad; cientos de negocios trabajaban a cortina cerrada y luz apagada; los jóvenes habían abandonado la vida nocturna; los parques quedaron en desuso; las escuelas adelantaron vacaciones; los maestros tomaron cursos para evitar extorsiones; los reporteros estrenaron chalecos antibalas y todo el que pudo hizo su vida a reja cerrada.
«Queda uno traumado de ver tantos muertos. Cuando trabajo pienso en mis hijos en que estas personas no se vayan a confundir», dijo López preocupado aquella noche en la que, al final de la entrevista, me pidió que tachara su nombre verdadero y que simulara que se llamaba Juan López. Le parecía que había hablado de más y que había que cuidarse de los vivos y no de los muertos.
En la calle pasó una camioneta con un narcocorrido a todo volumen.
Cuando confesó su preocupación por la muerte que rondaba cercana, más cerca de la calle que de la funeraria, se quedó pensativo, moviendo inquieto sus hábiles manos de ilusionista que reconstruye personas en Juárez, una ciudad que bien necesita una reconstruida profunda, no sólo de rostro.
Las capillas velatorias estaban en penumbras. Los muertos no habían llegado, seguían atorados.
La guerra por Juárez
Editorial Planeta / Temas de Hoy
Alejandro Páez, Marcela Turati, José Pérez-Espino,
Sandra Rodríguez, Ignacio Alvarado Álvarez,
Miguel Ángel Cháhez Díaz de León y Enrique Lomas

Juárez, donde colapsó la morgueEn Ciudad Juárez la industria de la muerte comenzó a florecer a partir de enero de 2008, cuando los  grupos delincuenciales que se disputan la plaza recrudecieron una disputa en el contexto de la guerra que, a su vez, el Gobierno federal decretó en su contra. Las funerarias y los embalsamadores forman parte del fenómeno, a veces como víctimas, o como beneficiarios. El siguiente reportaje ilustra la situación actual. Es parte del libro La guerra por Juárez (Planeta, segunda edición, 2010).Por Marcela Turati

En esta época en que la costumbre es morir rafagueado, Perches, la empresa funeraria más famosa de Juárez, bien podría acuñar un lema publicitario: «Traiga el cadáver de su ser querido y una fotografía, nosotros se lo reconstruimos».Cumplir el reto de dejar a los muertos como vivos es toda una proeza, aunque Rogelio Guerrero, el gerente nocturno de la funeraria, asegura que sí lo han hecho: «Hace una semana vino un señor a agradecernos porque aunque el cuerpo de su familiar, un joven de treinta y dos años, venía totalmente destrozado, le pudimos reconstruir el rostro y se lo tuvimos dos horas antes de lo prometido». Lo dijo en mayo de 2008, cuando Juárez aún no se convertía oficialmente en la maquiladora nacional de muertos. A partir de esa fecha, sin embargo, Guerrero ya notaba el desquiciamiento de las costumbres mortuorias. Sus principales clientes ya no eran ancianos o ancianas muertos por vejez, sino jóvenes, en su mayoría varones, perforados por decenas de balazos, ochenta en promedio. Las funerarias ahora están llenas de padres que entierran a sus hijos. «Si el cadáver se encuentra muy lastimado o desfigurado y no hay forma de reconstruirlo, recomendamos que el ataúd esté cerrado para que no lo vean y conserven una buena impresión del difunto», explicó el gerente en la oficina iluminada con luz ambarina que comparte con una veintena de ataúdes en exhibición. Féretros confeccionados con caoba o mármol, forrados de tela rosa o hechos de metal truqueado imitación madera, y para todo presupuesto: desde veinte mil pesos, hasta veinticinco mil dólares para quien prefiere un ataúd chapeado en oro. Los diseños que más solicitan a Guerrero son los ataúdes de madera clara con figuras religiosas labradas en la tapa como escudos protectores, en las que Karol Wojtyla y la Virgen de Guadalupe ganan en popularidad. Y aunque en gustos hay variedad, entre los deudos parece haber consenso en dos detalles: desprecian las cajas sin vidrio protector para el rostro del ser querido al momento del último vistazo, y nadie quiere que el indio Juan Diego sea quien acompañe al bienamado por toda la eternidad. En Juárez la industria de la muerte floreció en 2008 al mismo ritmo que se levantaron edificios funerarios de varios pisos, tan amplios como hospitales. El negocio se hizo evidente con el transcurso del año; si para el Día de Reyes moría asesinada una persona cada veinticuatro horas, según las bitácoras judiciales, para Navidad eran ocho y para la Candelaria de 2009 eran doce los caídos diariamente. Uno de cada cuatro narcoasesinatos del país sucedieron en el estado de Chihuahua; casi todos en Juárez. Muchos, por supuesto, olieron el negocio. En las escenas del crimen pronto aparecieron vendedores de sodas y frituras para alimentar a los infaltables mirones –algunos niños tienen grabados «ejecutados» en sus celulares– o vendedores de camisetas con el lema «Visite Juárez» y un cadáver estampado. El registro fúnebre juarense cerró 2008 con 1,607 homicidios −entre ellos el del reportero que llevaba la cuenta de los muertos− y señaló a la ciudad como la más violenta del continente. Ese amontonadero de cuerpos en una ciudad de un millón trescientos mil habitantes equivaldría, según demógrafos locales, a que en el Distrito Federal hubieran baleado a treinta y cinco mil personas. Tanta estúpida masacre hizo indispensables a personajes como el embalsamador Juan López, que bien podría asegurarse un papel en películas tipo Kill Bill, donde el espectador tiene que cubrirse para que la sangre no lo salpique. López trabaja en otra sucursal de Perches, no muy lejos de la oficina de Guerrero, escondido de la vista de los dolientes, en una sala a la que se entra por atrás de la recepción pasando por un laberíntico pasillo mal iluminado y un patio donde entran carrozas fúnebres. Es el embellecedor de cadáveres más rápido de la funeraria y de todo Juárez, según presumió sin modestia, y la noche que lo conocí me dijo que tenía tanto trabajo que no había podido tomar descansos. Su molestia no es la gran cantidad, porque recibe paga por cuerpo, sino las nuevas complicaciones del oficio. Si antes tardaba una hora en reparar un difunto cualquiera, cada rafagueado le puede tomar el doble de tiempo, y a manos inexpertas llevarles medio día. Si antes arreglaba dos ejecutados por semana, ahora recibía hasta seis por día y algunos, como una mujer policía que reparó, atravesados hasta por ciento veinte balas. La violencia agregó complejidad a su trabajo. Ya no se trata sólo de vaciar meticulosamente las venas antes de que la sangre descomponga el cuerpo, ni de coser cada herida con sus manos de cirujano plástico de muertos, ni de inyectar formol por la carótida para luego bañar, peinar, maquillar y vestir al difunto. Durante las velaciones, él y su equipo tienen que colarse a las capillas a mitad del velorio para revisar, de manera discreta, que el cuerpo no escurra el líquido inyectado, por las destrozadas venas. En ocasiones recibe muertos tan estropeados que sin una foto no podría imaginar cómo tenía la nariz o si acostumbraba llevar bigote. Pero, como buen profesional, sabe que la ropa se encarga de cubrir las heridas imposibles y que en los casos perdidos debe enfocarse en reconstruir rostros. Se esmera mucho en su trabajo porque sabe que la última impresión que la gente se lleva del difunto depende de su habilidad para reconstruirlo. Eso sí, como en todo oficio hay límites; él se declara incompetente para arreglar a decapitados o calcinados. «La familia me habla y me pregunta: “oiga, ¿se va a poder ver mi familiar?”, y un noventa por ciento de veces se puede pero la reconstrucción necesita mucho tiempo», dijo esa noche de inusual ocio, no por falta de material de trabajo sino porque la morgue estaba sobresaturada y sus clientes detenidos en el embotellamiento. No sería la última vez que tomaría un respiro así. Durante 2008 cuatro veces la morgue colapsó y los cadáveres tuvieron que esperar turno para autopsia. La matanza de rafagueados que abarrotaron las funerarias aumentó a pesar de que ese año el gobierno federal envió dos mil quinientos soldados y policías federales para llevar a cabo el Operativo Conjunto Chihuahua contra el crimen organizado, y que para 2009 lanzó la versión reloaded, con siete mil quinientos militares más, porque las muertes no cesaban (y siguen sin parar). Ese año, la ciudad engendró toda suerte de relatos aterradores, todos ellos verídicos. Está, por ejemplo, la historia del hombre de la calle Champotón que, cansado de encontrar por las mañanas un tiradero de muertos afuera de su negocio colocó un macabro letrero: «Prohibido arrojar cadáveres o basura», En noviembre, uno de los cadáveres tirados en el terreno fue el de su hija, el hombre no lo vio porque ya había sido asesinado. Otro ejemplo es aquel de la mujer del Valle de Juárez que miró pasar un perro con una extraña pelota entre los dientes y descubrió que la maraña redonda, pegajosa, color carne, era la cabeza de un hombre; o la de los bachilleres que descubrieron, colgado de una reja cerca de la escuela, un cadáver con máscara de cerdo; o la de los puentes en los que amanecen hombres sin cabeza; o la de la niña sacrificada cuando un hombre en fuga la utilizó como escudo antibalas. Cuando conocí a López, el embalsamador ya estaba inquieto por la facilidad con la que en esta ciudad se aprietan los gatillos. Decía molesto que los sicarios ya se estaban «excediendo» en las ejecuciones. Ningún juarense salió intacto del reguero de sangre. Para diciembre de 2008, miles de familias se habían mudado de ciudad; cientos de negocios trabajaban a cortina cerrada y luz apagada; los jóvenes habían abandonado la vida nocturna; los parques quedaron en desuso; las escuelas adelantaron vacaciones; los maestros tomaron cursos para evitar extorsiones; los reporteros estrenaron chalecos antibalas y todo el que pudo hizo su vida a reja cerrada. «Queda uno traumado de ver tantos muertos. Cuando trabajo pienso en mis hijos en que estas personas no se vayan a confundir», dijo López preocupado aquella noche en la que, al final de la entrevista, me pidió que tachara su nombre verdadero y que simulara que se llamaba Juan López. Le parecía que había hablado de más y que había que cuidarse de los vivos y no de los muertos. En la calle pasó una camioneta con un narcocorrido a todo volumen. Cuando confesó su preocupación por la muerte que rondaba cercana, más cerca de la calle que de la funeraria, se quedó pensativo, moviendo inquieto sus hábiles manos de ilusionista que reconstruye personas en Juárez, una ciudad que bien necesita una reconstruida profunda, no sólo de rostro. Las capillas velatorias estaban en penumbras. Los muertos no habían llegado, seguían atorados.  La guerra por JuárezEditorial Planeta / Temas de HoyAlejandro Páez, Marcela Turati, José Pérez-Espino,Sandra Rodríguez, Ignacio Alvarado Álvarez,Miguel Ángel Cháhez Díaz de León y Enrique Lomas

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