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El ángel oscuro de Neoberlín

El trabajo poético de José Pérez-Espino (Ciudad Delicias, 1969) marca un paradigma dentro de la poesía fronteriza con su libro Neoberlín (Ediciones del Azar. Chihuahua. 1999), puesto que incorpora sectores espaciales urbanos y particularmente Ciudad Juárez, que aparece casi en ruinas, devastada por el paso del tiempo.

Por Antonio Moreno Montero

A lo largo de la década de los noventa no pueden advertirse en la poesía juarense ciertos espacios o algún aspecto especial que corresponda y aluda a la ciudad como un ser animado. Volverla personaje y escuchar sus revelaciones de calles y casas expectantes por el vértigo del tiempo. Tal como lo hizo el querido Borges en Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, a partir de ese ciego amor que siempre profesó por su Buenos Aires; o Vicente Quirarte con El peatón es asunto de la lluvia, de reciente publicación, en donde la Ciudad de México se transforma como si fuera una modesta ama de casa coleccionista de memorias y fetiches.

Existe por parte de la mayoría de los poetas juarenses un gusto por los espacios mentales, psicológicos más que los físicos y tangibles, una actitud contemplativa por el mundo circundante que se convierte en un decorado del trasfondo poético. Sin embargo, es en los trabajos narrativos de Willivaldo Delgadillo con la Virgen del barrio Arabe y Rosario San Miguel con Callejón Sucre donde reflejan un interés por el lugar. El primero alude en su novela a una ciudad fronteriza, trastocada de visos futuristas y del tecnológico encanto virtual, e incorpora metafóricamente sectores espaciales que adquieren mayor significación a medida que los situamos en nuestro contexto histórico. Rosario San Miguel, por su parte, evidencia la predilección por el espacio cargado de tiempo, pero que se desvanece y escapa de los personajes.

Entonces, el trabajo poético de José Pérez-Espino (Ciudad Delicias, 1969) marca un paradigma dentro de la poesía fronteriza con su libro Neoberlín (Ediciones del Azar. Chihuahua. 1999), puesto que incorpora sectores espaciales urbanos y particularmente Ciudad Juárez aparece casi en ruinas, devastada por el paso del tiempo. Y el «yo poético» lo ubica en espacios angustiantes, desolados, en descomposición. Recurren el puente y el fantasma migratorio.

El tema central del libro es la ciudad y el título, por demás atinado, adquiere connotaciones de diversa índole. Desde luego que la homogeneidad poética de fondo favorece al ánimo del poeta que trata de salir de ese cerco de soledad para compartirla.

Su poesía parte, paralelamente, de un mensaje que se descompone en sensaciones para llegar a otro fondo: la revelación. Y es que Pérez-Espino contempla, observa con rigor a la ciudad monstruosa y la resume, pero sin dejar de lado lo básico lo importante» en un ritmo que denota experiencia de conocerla, de llevarse con ella y haber compartido ciertas palabras que se dicen, únicamente en silencio.

Es una poesía que nace de la observación y se sitúa entre lo real e ideal. Cabría añadir que lo ha hecho con una gran lentitud, con una calma que permite recoger paisajes y escenas. Con serena voluntad para situar los objetos en su posición original y contemplarlos con detenimiento, luego extraer con ánimo de gula la caldeada atmósfera de condena que priva a una ciudad que poco a poco lanza gritos hambrientos de luz.

Bajo el principio mallarmeano, Pérez-Espino, desde su rincón, toca la flauta solitariamente. Su propuesta es sustraer el poder de la poesía para que pueda mostrar, también, el lado oscuro de las cosas, puesto que la ciudad asiste al peligro de destrucción y la emoción que ella suscita es, desde luego, épica y sugestiva.

Pérez-Espino está en su ambiente cuando nos remite a la transparencia de la imagen, es decir, a la imagen directa. Además, en los poemas prevalece una emoción dominada y, algunas veces, una angustia silenciosa por lo que observa.

El espacio poético como elemento fundamental del poema y en calidad de tal representa una apertura para la aprehensión del mundo. En contra de la antigua expresión sentimentaloide, usada para calificar el paisaje y al lugar con connotaciones afectivas, el poeta se desplaza desde el exterior hacia dentro, pues, como es evidente, prefiere interpretar el espacio desde la intimidad. El poemario resulta potenciado aún más cuando opta por la delicada revelación interiorizada que refleja espléndidamente la realidad del fenómeno. Y es que el lugar, el paisaje y, por ende, la naturaleza no poseen sentimientos y es el estado mental y emotivo del poeta quien le asigna los rasgos afectivos.

La ciudad, su significado, esa geografía misteriosa que se convierte, con el paso del tiempo, en recuerdo y memoria afectiva del ser humano, está rodeada de nombres, paseos, historias que la poesía fija atesorando el reflejo de las sensaciones.

La serie de referencias a la ciudad reflejan un espacio en el que habita el yo poético. Estas sirven como punto de apoyo para la creación de imágenes cuya capacidad asociativa conlleva a la resonancia. La elección del espacio es sugerente y ayuda a crear un ambiente que, por medio del cual, brota las sensaciones íntimas y reconcentradas del poeta que confiesa sus querencias desde una relativa soledad. Así, también, ha roto el autor con lo típico, con lo colosal y lánguido del lenguaje descriptivo. Un mal ejemplo sería Víctor Manuel Mendiola con su Vuelo 294 y casos extraordinarios, por partida doble, serían Marco Antonio Campos en La ceniza en la frente y José Luis Rivas con Relámpago la muerte/ La balada del capitán.

La ciudad es el objeto de búsqueda y encuentro, una especie de imán que atrae al poeta hacia la recóndita y perpleja aventura de vivir. La referencia a los ojos como ventana al mundo y a los infinitos mundos posibles que, afortunadamente, son constantes. A pesar del peligro que nos susurra que ya hemos tocado fondo, el peligro que se encadena en un eco, el mismo que nos demuestra con énfasis que la materialidad deviene de la superficialidad del universo.

Con Neoberlín de José Pérez-Espino el lector se enfrenta a un lenguaje poético y a un espacio particular que va subrayando mediante matices patéticos y desalentadores; asimismo, también de lo que obtiene en un intermitente diálogo entre la realidad asimilada y su deseo de encantarla, pero con una varita antimágica.

Es importante y de agradecer el hecho de que el poeta maneja con habilidad la herencia literaria (la soledad y el desamparo de Pessoa, la contundencia crónica de Celán: lo contagian) y más con sus obsesiones personales: la muerte, el paso del tiempo y su revés, la suciedad e impotencia humanas.

El libro está dividido en cuatro partes (Neoberlín, Más antiguo que la nuez, La compasión de las ratas, Invierno evanescente) y tres tonos caracterizan la evolución del poemario en lo sustantivo: el primero, una épica fracasada ante el muro fronterizo que se yergue triunfal y propina un certero escupitajo al rostro; el segundo, barroco, cauto, brillante, edificando con una arquitectura estética del lugar -las calles, el puente, el estómago vacío, la lluvia de arena- en el que se oculta el amor y la amargura; el último, que envuelve al poeta convertido en un ángel obsceno, nos invita a que a través del dolor, la frustración, expulsemos los propios males.

Pero, sobre todo, me llama la atención el verso inicial que corresponde a la parte final del poemario. Si mal no recuerdo, inicia así: /Un hombre viejo alquila palabras junto al río /… No, es mejor no desglosarlo con la seguridad de que ustedes lectores y críticos lo harán oportunamente, porque leerla equivaldrá lo mismo que sentimos cuando E. M. Cioran nos aloja, con la impunidad que lo caracteriza, un aforismo metamorfoseado en cápsula antidepresiva, como la siguiente: «Nada tan abominable como el crítico y, con mayor razón, el filósofo que todos llevamos dentro: si yo fuera poeta reaccionaría como Dylan Thomas quien, cuando comentaban en su presencia sus poemas, se dejaba caer al suelo en medio de convulsiones».

(Texto publicado en El Diario de Juárez el 12 de agosto de 1999).

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